viernes, 20 de enero de 2012

GLOBALIZACIÓN NEOLIBERAL, CIUDADANÍA Y DEMOCRACIA. REFLEXIONES CRÍTICAS DESDE LA TEORÍA POLÍTICA DE BOAVENTURA DE SANTOS, programa Nº 76 del 9/12/11

Antoni Jesús Aguiló Bonet
Universitat de les Illes Balears

1. Desigualdad, exclusión y ciudadanía
Los procesos de desigualdad y exclusión social no son un fenómeno nuevo ni reciente, sino que bajo diferentes formas y denominaciones —intolerancia, prejuicio, discriminación, segregación, marginación y rechazo social, entre otras—, son una constante presente en cualquier época y sociedad. Ya en la antigua Grecia el término estigma hacía referencia a las marcas físicas grabadas con fuego o cortes realizados en el cuerpo de aquellos sujetos que, como los esclavos o los criminales, eran considerados moralmente inferiores. Las personas visiblemente marcadas debían ser evitadas a toda costa, especialmente en los lugares públicos, para que así evitaran corromper las normas y valores de la convivencia social. En tanto que representación de una amenaza para el orden público establecido, los estigmatizados no podían pertenecer a la misma categoría social que el resto de sujetos, los polités o miembros de la comunidad política. Esta minoría de privilegiados disfrutaba de una condición sociojurídica especial, la ciudadanía, que otorgaba a quien la poseía un conjunto de derechos, pero sobre todo una serie de responsabilidades de tipo civil y político. Aristóteles (Pol., III, 6, 1257a), uno de los primeros teóricos occidentales de la ciudadanía, entiende que la naturaleza del ciudadano «se define mejor por participar en las funciones judiciales y en el gobierno». Dadas estas circunstancias, se comprende que las personas estigmatizadas no pudieran participar en la actividad política, la más noble para los griegos, en igualdad de condiciones, sino que debían obedecer las reglas de la marginalidad y el desprecio social.
En el siglo xx, el sociólogo canadiense Erving Goffman (1989) recuperó para las ciencias sociales el concepto de estigma aplicándolo a la situación de amenaza continua y presión social constante que padecen todas aquellas personas y grupos sociales que han desarrollado formas de vida diferentes a los de la mayoría estadística, cuyas prácticas socioculturales se consideran «normales», es decir, encajan con los patrones de conducta socialmente aceptados y aceptables.
Así, puede ponerse de relieve la situación de estigmatización social que en muchos países del mundo sufren actualmente gays, lesbianas y personas intersexo, personas con enfermedades mentales, pobres, personas sin hogar e integrantes de minorías étnicas, entre otros colectivos. Cuando un individuo, en virtud de la creencia que identifica diferencia con inferioridad, es percibido socialmente como poseedor de atributos diferentes, juzgados inadecuados para el mantenimiento de un determinado orden social, se crea el estigma, que establece una separación radical entre «nosotros» y «ellos».
Los procesos de desigualdad y la exclusión no son, por otra parte, la consecuencia de una fatalidad ineludible provocada por fuerzas sobrenaturales que el ser humano no puede controlar ni vencer. Tampoco responden, como argumentan algunos ideólogos conservadores, a un proceso teleológico natural e irreversible contra el que nada puede hacerse más que adaptarse. Contra la idea esencialista que naturaliza y legitima la desigualdad y la exclusión social, este trabajo rechaza cualquier visión metafísica de las mismas, dispuesta a colaborar en la perpetuación de un determinado statu quo que salvaguarda los intereses de los grupos sociales dominantes. En su lugar, se adopta una concepción histórico– política de estos fenómenos, según la cual la desigualdad y la exclusión social son una construcción social derivada de los distintos factores estructurales económicos, sociales, políticos y culturales que componen un modelo de organización social.
Precisamente esta idea es la que quiso desarrollar Karl Marx en el siglo XIX a través de su programa de investigación crítica de las modernas sociedades capitalistas. En sus escritos económicos, políticos y filosóficos, el filósofo alemán denunciaba el carácter intrínsecamente desigual de las formaciones sociales capitalistas. Desigualdad que se traduce en la explotación de unos seres humanos sobre otros, en la concentración de títulos de propiedad, poder y riqueza de unos en detrimento de otros, en la dominación de una clase social sobre otra antagónica. La desigualdad, por tanto, no es tan sólo un producto del capitalismo, sino que es su condición de existencia. Como observó Marx, el modo de producción capitalista implicaba, por un lado, la subordinación de las fuerzas de producción en el entramado productivo, donde la posición hegemónica la ostenta el propietario de los medios de producción, entre los que se incluyen todos aquellos medios, materias primas e instrumentos de trabajo, operarios incluidos, que intervienen y son explotados en el proceso productivo. Por otro lado, el moderno orden social capitalista promovía activamente la aparición de un nuevo fenómeno social: la exclusión del trabajo asalariado de todas aquellas personas y colectivos que no resultaran útiles para la lógica de la acumulación y expansión mundial del capital. Tarde o temprano, estas personas acaban convirtiéndose en desechos sociales, se las considera aquello que el sociólogo polaco Zygmunt Bauman (2005: 24) llama «población superflua», «seres humanos residuales», «excedentes humanos» o «basura humana».
Por su parte, el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos (2003b, 2005a) ha señalado cómo la modernidad occidental capitalista se articula en torno a dos grandes principios sobre los que se organiza y estructura la jerarquización social: el sistema de desigualdad y el sistema de exclusión. Aunque en la práctica resulta muy difícil establecer una separación nítida entre uno y otro sistema, pues suelen adoptar combinaciones diversas, ambos constituyen tipos ideales para el análisis de la producción de pertenencia social jerarquizada. En el sistema de desigualdad, la pertenencia se establece por medio de la integración social subordinada: estar dentro del sistema significa, esencialmente, estar abajo, tal y como revela la apuntada subordinación de los trabajadores en el sistema productivo. En el sistema de exclusión, en cambio, la pertenencia jerarquizada viene dada, paradójicamente, por la forma en la que uno es excluido: estar abajo, en este caso, significa estar totalmente fuera del sistema, ser declarado socialmente inexistente. Cada uno de estos sistemas de integración jerarquizada presenta una peligrosa forma extremista que aún hoy sigue vigente: el sistema de desigualdad puede desembocar en la esclavitud, mientras que el sistema de exclusión puede conducir al exterminio. Si la desigualdad es para Santos un fenómeno socioeconómico, la exclusión, por su parte, es un fenómeno de carácter cultural y social, «un proceso histórico a través del cual una cultura, por medio de un discurso de verdad, crea una prohibición y la rechaza» (Santos, 2005a: 196).
Aunque en la literatura sociológica pueden encontrarse muchos y heterogéneos sentidos de las categorías de desigualdad y exclusión social, a efectos de este trabajo resultará suficiente tener en cuenta que, en términos genéricos, la desigualdad y la exclusión hacen referencia a un conjunto de procesos sociales, económicos y políticos asimétricos en virtud de los cuales determinadas personas y grupos sociales subalternizados se ven abocados a un estado de vulnerabilidad, inferiorización, invisibilidad social, dependencia, marginalidad y deshumanización.
Dicho en otros términos, los afectados se ven privados parcial o totalmente del ejercicio efectivo de la ciudadanía.
Desde hace más medio siglo, tanto en la filosofía política como en el ámbito de las ciencias sociales occidentales contemporáneas, la concepción hegemónica de la ciudadanía viene siendo la elaborada por el sociólogo británico Thomas H. Marshall (1997: 312) en su ensayo Ciudadanía y clase social (1950), donde la define como «un status que se otorga a los que son miembros de pleno derecho de una comunidad». En su análisis, Marshall (1997: 302-303) distigue tres partes o dimensiones de la ciudadanía. En primer lugar, aquello que llama el elemento civil, formado por «los derechos necesarios para la libertad individual —libertad de la persona, libertad de expresión, de pensamiento y de religión, el derecho a la propiedad, a cerrar contratos válidos, y el derecho a la justicia—». En segundo lugar, el elemento político, que consiste en «el derecho a participar en el ejercicio del poder político como miembro de un cuerpo investigo de autoridad política, o como elector de los miembros de tal cuerpo». Finalmente, el elemento social, que comprende un vasto campo de privilegios, «desde el derecho a un mínimo de bienestar económico y seguridad al derecho a participar del patrimonio social y a vivir la vida de un ser civilizado conforme a los estándares corrientes en la sociedad».
Como puede observarse, la teoría marshalliana de la ciudadanía la concibe básicamente como un catálogo de derechos de diversa índole que igualan formalmente a quienes los disfrutan. Se trata de una concepción pasiva de la ciudadanía fuertemente arraigada en el modelo de ciudadanía de la tradición liberal clásica, que pone el énfasis en la importancia de los derechos individuales.
Sin embargo, en un intento de ofrecer una propuesta teórica más rica y alternativa al modelo liberal de ciudadanía como estatus legal de iguales libertades, el filósofo moral Javier Peña señala tres elementos constantes que, con mayor o menor relevancia, pueden identificarse a lo largo de las diferentes configuraciones históricas del concepto de ciudadanía. Así, según Peña (2000: 24), «en la noción actual de ciudadanía se incluyen como ingredientes básicos las nociones de pertenencia, derechos y participación». De manera muy esquemática, puede afirmarse que el modelo contemporáneo de ciudadanía liberal, que tiene al filósofo estadounidense John Rawls como uno de sus mayores exponentes, subraya, como se dijo, los derechos; el modelo contemporáneo de ciudadanía comunitaria, bien representado por los planteamientos del filósofo canadiense Chares Taylor, acentúa la pertenencia; por último, el modelo contemporáneo de ciudadanía republicana, ampliamente defendido, entre otros, por el filósofo alemán Jürgen Habermas, hace de la participación el elemento central.
Teniendo en cuenta esta serie de premisas, la idea clave que me interesa destacar es que las diferentes formas de abordar los procesos de exclusión e inclusión y, junto a ellos, las diferentes formas de concebir la ciudadanía, están íntimamente relacionadas con el modelo teórico y práctico de democracia que se asume. Desde luego, el actual modelo hegemónico de democracia, la democracia liberal representativa, y su correlativa noción de ciudadanía, entendida puramente como un estatus jurídico de derechos, no promueven la participación política crítica, activa y creativa de los ciudadanos en los procesos públicos de deliberación y toma de decisiones. No participar significa no poder incidir ni tomar parte activa en la especificación y evaluación de las condiciones que afectan nuestra vida individual y la del conjunto de la sociedad, dejando que éstas sean impuestas y decididas de manera jerárquica por representantes políticos que dicen actuar en nombre de los intereses de las y los ciudadanos. A este respecto, me parecen oportunas las palabras de Federico Mayor Zaragoza (2004), presidente de la Fundación Cultura de Paz, cuando afirma que un modelo altamente democrático es aquel en el que «no sólo cuenten a los ciudadanos con motivo de comicios o de encuestas sino que los tengan en cuenta».
Así, pues, el problema de fondo sobre el que reflexiona este artículo es el de la urgente necesidad de revisar críticamente el actual modelo dominante de democracia para plantear un modelo alternativo de democracia radical y ciudadanía participativa en el que la democracia sea del todo incompatible con los procesos de desigualdad y exclusión social. A tal efecto, se exponen las principales propuestas de la teoría política crítica y emancipatoria desarrollada por el profesor Boaventura de Sousa Santos, atendiendo particularmente a dos de sus ejes prioritarios: la reinvención del Estado y la democracia en la época de la globalización.

2. Globalización neoliberal y exclusión ciudadana
Desde finales de la Segunda Guerra Mundial, con la implantación y consolidación progresiva de los Estados del Bienestar, basados en las teorías de los economistas británicos William Beveridge y John M. Keynes, en los países europeos occidentales se adoptaron un conjunto de medidas destinadas a promover la seguridad y protección social de los ciudadanos. Según el sociólogo francés Robert Castel (2004: 35), estar protegido significa básicamente «estar a salvo de los imponderables que podrían degradar el status social del individuo».
Así, la principal estrategia del Estado protector consistió en el reconocimiento jurídico y la institucionalización de los derechos económicos y sociales, o los también llamados derechos del bienestar: el derecho a la salud, al trabajo, a la educación y a un seguro de desempleo y jubilación, entre los más importantes. Se trataba de poner en práctica estrategias institucionales cuyo propósito era el de facilitar al conjunto de la ciudadanía el acceso a determinados medios y garantías de vida que permitían disfrutar de un cierto nivel de bienestar social. De esta manera, el reconocimiento estatal de los derechos económicos y sociales supuso la creación de políticas públicas tendentes a fomentar la igualdad económica y social de los ciudadanos, combatir la exclusión social y extender el ideal de la ciudadanía a toda la sociedad. A través de estos mecanismos, el Estado social del Bienestar actuaba como el principal agente regulador de los desequilibrios sociales promoviendo una cierta distribución social de la riqueza y poniendo al servicio de los ciudadanos una serie de prestaciones que eran garantía de protección y cuidado frente a los riesgos y contingencias de la vida.
Sin embargo, desde las dos últimas décadas del siglo XX se viene produciendo a escala mundial una agudización de los procesos estructurales de desigualdad y exclusión social. Cada vez más personas, la crisis financiera de 2008 es la evidencia empírica más reciente de esta movilidad social descendente, pasan del sistema de desigualdad al sistema de exclusión, de estar abajo —aunque dentro— a estar fuera de las ventajas y beneficios que ofrece el contrato social. En términos sociológicos puede afirmarse que se ha configurado, en palabras de Santos (1998b: 19; 2005a: 351), un «estatuto de lumpen-ciudadanía» o infraciudadanía marcado por la erosión, destitución o negación de los derechos y facultades que otorga la ciudadanía. Esta situación condena a quien la padece a una especie de estado de naturaleza hobbesiano o zona de guerra en la que la vida humana es «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta» (Hobbes, 1999: 115).
Es a partir de las transformaciones socioeconómicas ocurridas durante las décadas de los años 1980 y 1990 cuando se ponen las bases para el asentamiento y desarrollo de una nueva estructura social de acumulación1 o régimen de acumulación caracterizado por el paso del capitalismo eminentemente nacional y regulado por el Estado al capitalismo neoliberal globalizado (Riutort, 2001: 47-54). Así, en el contexto de la Guerra Fría, Ronald Reagan en los Estados Unidos y la Primera Ministra Margaret Thatcher en el Reino Unido, aunque ambos tuvieron como precursor al dictador militar Augusto Pinochet en Chile, despliega con mano de hierro su proyecto ideológico ofensivo, el neoliberalismo, con el objetivo de socavar el Estado de Bienestar, desestabilizar al bloque socialista y convertir el neoliberalismo en la nueva doctrina económica y orientación política mundial. Esta maniobra política culmina en los años 1990 con fenómenos tan importantes como la caída del Muro de Berlín en 1989, la firma, ese mismo año, de los compromisos económico–políticos que constituyen el llamado Consenso de Washington, la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) en 1991, el nuevo proyecto europeo del Tratado de Maastricht en 1992 y, sobre todo, con la victoria electoral de George W. Bush en las elecciones presidenciales estadounidenses del año 2000. Con la Administración republicana neoconservadora y neoliberal de Bush culmina, entre los años 2000 y 2008, el nuevo orden mundial establecido por Reagan y Thatcher. Este se articula, en primer plano, en torno a la hegemonía económica, política, militar y cultural de los Estados Unidos en el escenario mundial y, en segundo plano, en torno a las potencias europeas occidentales y Japón como principales aliados estratégicos.
Las principales transformaciones que caracterizan el modelo de economía neoliberal global pueden sintetizarse a partir de dos ejes fundamentales. El primero es la ruptura del pacto social entre capital y trabajo, representativo de los regímenes europeos de bienestar. Este hecho ha introducido cambios radicales respecto a la ocupación y el trabajo, entre los cuales pueden destacarse los siguientes. En primer lugar, una nueva división internacional del trabajo basada en la globalización de la producción. Esta fomenta prácticas como la externalización y la especialización productivas que permiten a las grandes empresas rebajar los costes de producción mediante el alquiler de fuerza de trabajo barata y dócil a los países empobrecidos. En segundo lugar, el paso de una política laboral de pleno empleo y elevada rigidez contractual a una política de contratación flexible, precaria y temporal, que expone al trabajador a condiciones de riesgo y vulnerabilidad social. En tercer y último lugar, como consecuencia de los cambios señalados, puede detectarse una erosión de los derechos laborales individuales y colectivos de los trabajadores, que de cada vez tienen más dificultades para organizarse y hacer valer sus vindicaciones ante una legislación laboral desregulada y flexible.
La conclusión que puede extraerse de este punto es lo suficientemente clara: en el contexto de la globalización neoliberal el trabajo ha dejado de ser el factor de inclusión jerarquizada y de acceso a la ciudadanía que era en el pacto socialdemócrata para convertirse en un factor más de exclusión. La ocupación escasa, inestable, de baja cualificación, mal remunerada y sin casi garantías hace que muchas personas sean desplazadas a la zona de exclusión e inseguridad social, perdiendo cualquier posibilidad de ejercer sus derechos: a la salud, a la vivienda, al trabajo y, en definitiva, a una vida digna libre de violencias e injusticias.
El segundo eje de análisis es el espectacular aumento a escala mundial de los procesos de transnacionalización de mercados y globalización de la actividad económica en lo que se refiere a la producción, distribución y consumo de productos y servicios. En sus rasgos fundamentales, la economía mundial neoliberal se caracteriza por los siguientes aspectos. Por poner marcha, en primer lugar, mecanismos de máxima desregulación estatal, liberalización de los mercados nacionales y privatización de los servicios sociales públicos. En segundo lugar, por el creciente y excesivo proceso de financierización de la economía, que incentiva un régimen de acumulación basado en la llamada «economía de casino», la puramente especulativa, como el principal mecanismo generador de lucro. Como si estuvieran en una ruleta de Las Vegas, el capitale financiero, aquel que a diferencia del capital productivo no se deriva de los procesos de producción de bienes concretos, rueda libre e invisiblemente por todo el planeta, obtiene beneficios especulando en un país y cuando las condiciones dejan de interesarle se acomoda momentáneamente en otros. En tercer lugar, por la ingente concentración de poder económico e influencia política que acaparan las empresas transnacionales, nuevas líderes absolutas de la economía global, que compiten entre ellas a sangre y fuego en el libre mercado. La adopción, en cuarto lugar, de políticas fiscales con el objetivo prioritario de reducir la inflación, disminuir el gasto público y vigilar la balanza de pagos. La «recomendación», en quinto lugar, de las instituciones financieras internacionales, particularmente del Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio, a los países empobrecidos para que implementen las medidas de orientación neoliberal contempladas en los Programas de Ajuste Estructural. En sexto y último lugar, la sacralización e inviolabilidad de los derechos liberales de propiedad privada individual, fundamento del sistema capitalista.
Siguiendo a Santos (2005a, 2006), los cambios estructurales mencionados son el resultado de una nueva articulación de las relaciones entre el principio regulatorio del Estado y el mercado. Éste, desde las últimas décadas del siglo XX, se ha vuelto el elemento hegemónico en las sociedades capitalistas de todo el mundo, pasando a ser el principal y casi único generador de interacciones sociales y humanas. Ciertamente, en el marco de la globalización neoliberal, el Estado, como pretenden hacer creer los ideólogos del neoliberalismo, no ha muerto, sino que más bien se ha transformado. En efecto, el mercado necesita de un Estado lo suficientemente fuerte para dar luz verde a los procesos de liberalización de la economía mundial neoliberal y hacer realidad la utopía de instaurar una sociedad de libre mercado regida por valores economicistas, como productividad, consumo, eficiencia, lucro, utilidad y competitividad. Este cambio en la naturaleza de las funciones del Estado tiene como contrapartida la pérdida parcial de soberanía estatal. El Estado, en este sentido, ha perdido capacidad efectiva para generar los cuatro grandes bienes públicos que tradicionalmente había asumido: la legitimidad de gobierno, el bienestar social y económico, la seguridad y la identidad cultural
(Santos, 2005a: 342).
Para llevar a cabo el debilitamiento del Estado social, el capitalismo global neoliberal requiere de un marco político capaz de ajustarse sin problemas a sus intereses y lógica de funcionamiento. Este modelo se concreta en la democracia representativa liberal, concebida como un puro método o procedimiento formal que permite la celebración periódica de elecciones competitivas multipartidarias para escoger a un conjunto de representantes políticos que defienden unas determinado ideas. En la democracia representativa, por tanto, los ciudadanos no toman decisiones políticas, sino que eligen a los decisores políticos. El voto, paradójicamente, constituye un acto de participación política que implica, al mismo tiempo, la renuncia a la participación activa, directa y constante. Bajo estas condiciones, no sorprende que uno de los problemas más habituales de este sistema democrático sea la distancia que los representados sienten respecto a sus representantes, provocando elevadas tasas abstención, desinterés, individualismo y apatía electoral. Es el fenómeno sociológico conocido como despolitización de la ciudadanía, un proceso a través del cual los parámetros que definen la vida democrática —participación activa, soberanía popular, capacidad de control gubernamental, entre otros—, son neutralizados. La democracia, en esta versión, funciona como un mercado en el que los consumidores–electores eligen las mercancías políticas —programas electorales— que más y mejor satisfacen sus intereses egoístas. Los aspirantes a representantes políticos, por su parte, actúan a modo de proveedores que compiten entre ellos en el libre mercado electoral para obtener el máximo número de votos–beneficios. Detrás de este modelo de democracia está presente la antropología del homo oeconomicus sobre la que se sostiene el liberalismo económico. Influenciada en buena parte por las ideas sobre la conducta humana del economista liberal y filósofo escocés Adam Smith, la antropología del hombre económico entiende que los individuos funcionan básicamente como agentes racionales de cálculo que, compitiendo libremente en el mercado, buscan maximizar sus beneficios y minimizar las pérdidas. De manera análoga, el mercado político sirve únicamente para que los votantes, optimizadores racionales, hagan valer sus intereses particulares. Esta concepción tan reduccionista y elitista supone el total empobrecimiento de los aspectos éticos y emancipadores de la democracia: aquellos basados en la solidaridad, la igualdad, la libertad y la dignidad humanas, capaces de construir el bien común de los ciudadanos mediante procesos dialógicos de reflexión y negociación en la esfera pública y colectiva. El modelo representativo liberal constituye, en síntesis, aquello que Santos (2004, 2005a, 2006, 2007) llama una «democracia de baja intensidad», una democracia capaz de convivir cómoda y desvergonzadamente con la desigualdad y la exclusión social. ¿De qué sirve, pues, cabe preguntarse, la libertad política de elección que defiende la democracia de mercado si el derecho humano fundamental a una vida digna no está siquiera garantizado?

4. Reinventar el Estado y la democracia
Ante los riesgos que corremos en la actual crisis del contrato social, cualquier teoría política que se pretenda crítica no puede permanecer indiferente, quedarse callada ni de brazos cruzados, ser presa del miedo o la resignación. Surge la necesidad de estimular una nueva politización de la sociedad civil mediante la formación de sociabilidades alternativas, rebeldes, es decir, que tengan el valor de decir «no», según la afirmación de Albert Camus (1978: 17); sujetos inconformistas, insatisfechos y democráticos que, con su discurso crítico y acción solidaria, anulen o prevengan los efectos negativos del fascismo social y sienten las bases de un proyecto de transformación social orientado por el regreso del
Estado social, el combate contra las injusticias y desigualdades sociales, la revitalización de la ciudadanía y del espacio público. No es una tarea fácil porque la desregulación producida por la erosión del contrato social es tan intensa que influye negativamente sobre la organización de las resistencias y las luchas emancipadoras para construir esa sociedad más justa, más solidaria y más decente.
En la teoría política crítica de Boaventura de Sousa Santos la búsqueda de sociabilidades alternativas pasa por dos ejes complementarios. El primero es la reinvención del Estado en clave igualitaria, solidaria y participativa. La segunda es la reinvención de la democracia para abrir camino a nuevas posibilidades de intervenciones democráticas de alta intensidad. Ambos proyectos comparten el mismo objetivo: ejercer una acción política radicalmente democrática que haga de la participación ciudadana activa y directa en la toma pública de decisiones su principal logro. De este modo, la democracia resultante será un sistema político mucho más rico que la minimalista democracia representativa liberal y mucho más incómodo para el capitalismo neoliberal.

4.1 Reinvención solidaria y participativa del Estado
Para combatir la radicalización de las desigualdades y el aumento de la exclusión social global que provoca el autoritarismo social, Boaventura de Sousa apuesta por volver a recuperar la función redistributiva del Estado. Esta reivindicación del sociólogo se traduce en las siguientes líneas de acción:
En primer lugar, garantizar el derecho a trabajar en igualdad. Esto significa que el derecho al trabajo debe contemplar el reparto democrático del trabajo a partir de iniciativas como la reducción de la jornada laboral, la transnacionalización del movimiento sindical y el establecimiento de una legislación laboral internacional observada en los acuerdos comerciales internacionales.
En segundo lugar, es necesario revisar las políticas de gasto público, en especial la política armamentística y de defensa, cuyo recorte o abolición podría aumentar el gasto invertido en ámbitos sociales realmente urgentes.
En tercer lugar, hay que introducir cambios en la política fiscal de manera que se permita la participación directa de los ciudadanos en la elaboración de los presupuestos públicos, como en la experiencia de Porto Alegre (Brasil) y otras muchas ciudades del mundo. Esta práctica de gestión urbana democrática supone un fortalecimiento de la democracia participativa local. La nueva fiscalidad participativa, además, debe ser sensible ante las múltiples y diferentes desigualdades sociales, aunque especialmente a las de género, las étnicas y ecológicas.
En cuarto y último lugar, y he aquí el aspecto más novedoso del planteamiento, la refundación del Estado exige convertirlo en un «novísimo movimiento social»
(Santos, 2005a: 330). Este objetivo implica configurar una nueva forma de organización política flexible que rompa con la clásica dicotomía de oposición entre el Estado y la sociedad civil característica de la teoría política liberal. La teoría política del Estado y de la gestión pública que Santos propone concibe el
Estado básicamente como una organización reticular formada por un conjunto heterogéneo de flujos, redes y organizaciones dónde se combinan e interrelacionan elementos estatales y no estatales, nacionales, locales y globales, de entre los cuales el Estado es el agente articulador. En este nuevo marco político, el autor propone el concepto de «Estado experimental» (Santos, 2005a: 369), entendido como un campo de experimentación democrática constante donde coexisten en disputa o en concordancia diferentes soluciones burocráticas e institucionales. Se trata de configurar un Estado más descentralizado que, si por un lado, pierde fuerza en cuanto a su capacidad de regulación social, ahora más abierta y heterogénea, por el otro, gana terreno en la metarregulación, es decir, en la capacidad de selección, coordinación y jerarquización de aquellos agentes no estatales que participan en la gestión del espacio público.
El nuevo Estado perfilado asume dos funciones principales. La primera es la de coordinar los intereses sectoriales en juego de los diferentes actores que forman la red política: movimientos sociales, sindicatos, organizaciones no gubernamentales y empresas privadas, entre otros, garantizándoles la igualdad de oportunidades y asegurando unos mínimos patrones de inclusión que permitan a los ciudadanos el control público de los distintos proyectos institucionales. La segunda consiste en velar constantemente por la democratización de las tareas de coordinación instituyendo mecanismos de democracia distributiva y participativa, como los aludidos presupuestos participativos. Dadas estas condiciones, los cuatro grandes bienes públicos hasta ahora generados de manera exclusiva por el Estado se convierten en objeto de luchas y negociaciones permanentes coordinadas por el Estado.
La principal novedad que aporta este enfoque está en plantear una transformación de los conceptos clásicos de soberanía y regulación. De la soberanía exclusiva centrada en el Estado nacional se pasa a una soberanía descentrada y recíprocamente permeable, ejercida en red dentro de un marco político más amplio y conflictivo. Consiste, en definitiva, en un intento de favorecer la desestatalización de la regulación social de manera que englobe la acción estatal y la no estatal. Así, la nueva cultura política organizacional diseñada por Santos supone la creación de redes policéntricas a través de las cuales se busca promover la transparencia y el establecimiento de mecanismos de control democrático, tan vinculados a los procesos públicos de discusión, negociación y toma de decisiones colectivas.

Conclusión
Los cambios que se vienen produciendo en las últimas décadas en el campo económico han generado entre países y en el interior de ellos una creciente desigualdad de poder económico y social, así como un preocupante aumento de los procesos estructurales de exclusión social. Se trata de un hecho que incide negativamente en el correcto funcionamiento del sistema democrático e impiden el ejercicio de la ciudadanía. Ante esta situación, la teoría política y social de Boaventura de Sousa Santos apuesta por la urgente recuperación y renovación del sentido de la democracia distributiva y participativa, cuya práctica social se sostiene sobre tres ejes fundamentales. El primero es el pleno ejercicio de la ciudadanía en sus tres dimensiones señaladas: pertenencia, derechos y participación. La comunidad política y el resto de espacios sociales de acción, públicos y privados, deben ser, en este sentido, ámbitos de realización de todos los derechos humanos, espacios participativos, de inclusión social y no discriminación.
El segundo es el restablecimiento de la función social de la democracia, orientada a la promoción de la equidad distributiva, otorgando para ello prioridad al valor de la distribución sobre el de la acumulación, es decir, al interés público sobre el privado e individualista, del que se nutre la democracia representativa liberal. Para ello es necesario ejecutar políticas públicas que distribuyan por igual todos aquellos factores que condicionan la calidad de vida de las personas: el trabajo, la educación, la salud, las oportunidades personales, la riqueza económica y ecológica, entre otras.
En tercer y último lugar, la democracia distributiva debe procurar una gestión popular del espacio público a través de la participación ciudadana al nivel más alto posible combinando formas de participación directa y representativas. Esto significa generar espacios públicos estatales y no estatales de participación y control ciudadano efectivo. De ser así, las personas podrán tomar parte activa en la formulación, seguimiento y evaluación individual y colectiva de las políticas públicas que tienen una incidencia directa sobre sus acciones y condiciones de vida.

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