Las empresas recuperadas en la Argentina: desafíos políticos y socioeconómicos de la autogestión
Lic. Andrés Ruggeri (Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos
Aires)
Las empresas recuperadas por sus trabajadores (ERT) definidas como unidades productivas empresarias abandonadas o vaciadas por sus patrones y puestas en funcionamiento por sus trabajadores bajo autogestión, son un fenómeno relativamente nuevo en la Argentina y, más aun, en el contexto latinoamericano. Como tal, han atraído la atención mundial, especialmente a partir de la crisis argentina de diciembre de
2001.
Las ERT, sin embargo, representan mucho más que una serie de conflictos obreros que culminaron con la toma de sus fábricas o empresas. Es importante entender este proceso dentro de un contexto de destrucción casi completa del aparato productivo nacional y de condena a la desocupación y marginalidad estructural de millones de trabajadores.
La puesta en marcha de las ERT significa para los cerca de 10000 trabajadores que ocupan importantes y novedosos desafíos tanto desde el punto de vista económico como desde el político y el cultural. Desde la Universidad de Buenos Aires se ha desarrollado un trabajo de investigación y apoyo a estos trabajadores que avanza tanto en la contextualización histórica, social y económica del problema como en sus características y desafíos particulares. Incluye esto no sólo datos cuantitativos y cualitativos (detallados en el libro “Las empresas recuperadas en la Argentina, FFyL-UBA, 2005) sino también un análisis conceptual haciendo eje en el concepto de innovación social bajo autogestión, entendiéndolo como las estrategias y métodos de los trabajadores para generar empresas de nuevo tipo, en un complejo proceso destinado a generar unidades productivas por fuera de los caminos pautados en la organización económica capitalista.
Presentamos estas ideas como un aporte para el panel sobre fábricas y empresas recuperadas en la Argentina.
La rebelión argentina de diciembre de 2001 impactó fuertemente en el pensamiento y la imaginación de intelectuales y movimientos populares del mundo y, en especial, en
América Latina. La Argentina había sido presentada en los años 90 como un laboratorio exitoso de pruebas para el neoliberalismo, donde uno de los Estados más fuertes erigidos en el continente durante la época de los así llamados Estados de
Bienestar había sido desarticulado rápida y ferozmente, convirtiendo un grueso entramado de organismos de asistencia pública, seguridad social y empresas públicas en un Estado reducido a su mínima expresión.
En realidad, el Estado argentino había sido redimensionado hacia otros fines y dispositivos de control que reafirmaran la hegemonía de un bloque de poder económico ligado a los intereses imperiales. En ese sentido, muchas organizaciones populares habían confundido la caracterización: el Estado no había sido “desguazado”, vendido como cosa vieja, sino que ese proceso era un elemento de una reconfiguración, donde se había restituido a una nueva oligarquía (una versión remozada y cualitativamente diferente de la vieja oligarquía agroexportadora) bienes y servicios que la sociedad argentina, a través de luchas y expresiones políticas vinculadas a estas, había conseguido colocar bajo la órbita estatal. En los 90, este regreso a las fuentes del liberalismo conservador de más de medio siglo atrás había sido fundado sobre la base de la hegemonía mundial del neoliberalismo, que a su vez se asentaba en la victoria imperial en la Guerra Fría, y sobre un inédito consenso electoral y mediático. Nunca antes la sociedad argentina se había volcado tan masiva y disciplinadamente a aceptar los discursos oficiales de la derecha política y económica. La reelección de Carlos Menem en 1995 fue un hecho categórico en este sentido.
Por eso, la rebelión de los días 19 y 20 de 2001 tomó por sorpresa a más de un observador y a los propios cuadros militantes de las organizaciones sociales y populares argentinas. El estallido de aquellos días escapó a toda posibilidad de conducción política de partidos, sindicatos o cualquier tipo de organización popular. A su vez, los sectores sociales tan ampliamente movilizados no parecieron responder a programa ni estrategia alguna, y ni siquiera en las especulaciones más firmes de la teoría de la conspiración (esbozada por algunos analistas y periodistas) se pudieron demostrar, más allá de la intención o de la existencia real de maniobras y manipulaciones, que algún poder político o económico de la Argentina tuviera un
“aparato” de tal magnitud y capacidad como para provocar una rebelión nacional de esas características. Si eso fuera así, ¿cómo explicar que esa fuerza no hubiera sido aplicada en el pasado o posteriormente, de acuerdo a las necesidades de ese bloque conspirativo? No resta otra explicación a esto que la constatación de que se trató de una convulsión social de proporciones enormes, donde distintos sectores se movilizaron ante la percepción de un desastre nacional de dimensiones inauditas, posibilitado por la ruptura brutal del consenso hegemónico de la ideología neoliberal noventista.
Confluyeron aquí, en esas jornadas impactantes, la desesperación por el hambre de las clases postergadas; la rabia por la desocupación estructural que un país como la
Argentina jamás había experimentado hasta ese entonces; la indignación de los sectores medios ante la confiscación de ahorros y la percepción de que el proyecto de vida y ascenso social de generaciones que habían creído en el sueño de la Argentina grande – la “Argentina potencia”- había sido defraudado en sus más firmes bases, incluso desde el individualismo y la falta de solidaridad social más acendrada; y la manipulación política de los aparatos realmente existentes que tendieron sus redes.
Todo ello junto con la asombrosa inutilidad de un gobierno que no entendía lo que estaba pasando y se aferraba con autismo a un modo de vida “político” que daba la espalda a la realidad.
Este panorama provocó la caída de un régimen de acumulación y produjo la intersección de situaciones críticas en lo económico, lo político, lo social y lo cultural, pero que sin embargo no podía ser aprovechada por ninguna organización popular ni movimiento que se propusiera un cambio profundo y real de las estructuras sociales y económicas de la Argentina. Fue una insurrección que puso un freno a un camino de ruina inexorable para la vieja Argentina, pero que no pudo ni supo poner las bases para el comienzo de la construcción de una nueva sociedad. A más de cuatro años de aquel momento, un gobierno que nace de los mismos sectores políticos que formaron parte (bien que secundaria) de la estructura de poder de los 90, sigue mostrando aun la herencia de aquellas jornadas en los límites que, a pesar de haber disminuido notablemente la movilización social, se le imponen en cuanto a la necesidad de no volver a los signos visibles del neoliberalismo.
El fenómeno social que sucintamente estamos mencionando (claro está que merece un análisis mucho más profundo) dio visibilidad a las consecuencias reales de la política neoliberal en los países dependientes y, a su vez, mostró la debilidad de estos modelos. Al mismo tiempo, provocó que los hilos de una vasta trama de organizaciones y experiencias populares vieran la luz en la movilizada Argentina del año 2002. De esta manera, asambleas populares, movimientos de desocupados, clubes del trueque, cooperativas y otras expresiones de la organización de los sectores populares ante la indefensión política y económica se vieron realzadas y puestas a la consideración pública nacional e internacional. Uno de estos fenómenos, el de las fábricas y empresas recuperadas, ocupadas por sus trabajadores ante el abandono o quiebra fraudulenta por parte de los empresarios y puestas en producción nuevamente bajo la forma de cooperativas de trabajo u otras formas autogestionarias, pasó a ser el centro de un debate a nivel mundial.
La excitante realidad de ver a miles de trabajadores tomar en sus manos la gestión de sus empresas y ponerlas a producir bajo su control suscitó toda una serie de artículos y reflexiones que caracterizaban esta realidad como una vuelta a los consejos obreros de la Europa de principios del siglo XX, o como un estimulante regreso a la lucha de las vanguardias obreras que parecían haber desaparecido con la tormenta neoliberal, o como una expresión profunda del movimiento antiglobalización. Este fenómeno conocido en la Argentina como las Empresas Recuperadas por sus Trabajadores
(ERT) se constituyó así en un estímulo para el debate teórico acerca de los problemas de la construcción política y económica del nuevo poder de la clase trabajadora, de la dinámica de los novedosos movimientos sociales y de la potencialidad de la economía solidaria. Con el correr del tiempo, los otros fenómenos sociales que se hicieron visibles luego del Diciembre argentino se fueron desvaneciendo: los nodos de trueque se convirtieron en una red monetaria paralela, se corrompieron y terminaron despareciendo ante la recuperación de la economía formal; las asambleas barriales se evaporaron ante la equivocada táctica de algunas organizaciones de izquierda pero, principalmente, ante el desinterés progresivo de los “vecinos” ante la normalización como piqueteros, fueron convirtiéndose en organizaciones ligadas a sectores políticos institucional y económica del país; los movimientos de desocupados, más conocidos preexistentes y se desacreditaron ante la opinión pública media, moldeada por los medios de comunicación y por la propia falta de miras colectivas de la clase media que ya no se sentía ligada por razón alguna a su presencia molesta y que les recordaba la incómoda existencia de grandes masas de población marginada y humillada. Las empresas recuperadas, en cambio, se convirtieron en un fenómeno social y económico durable y que concitaba la adhesión o, por lo menos, la comprensión de una población que revalorizó la defensa de las fuentes de trabajo y la lucha por la recuperación del aparato productivo del país.
En estos años, los casos de empresas recuperadas por sus trabajadores pasaron de cerca de una veintena en 2000 a más de 160 en la actualidadi, ocupando a más de
9000 trabajadores. En estos casos se pone en discusión no solamente la vida laboral y cotidiana de estos trabajadores y sus familias, sino un modelo de producción para una economía a la salida de la catástrofe neoliberal, una estrategia de acción política y económica para la clase trabajadora argentina y de Latinoamérica, y una práctica de solidaridad popular. No es poco, teniendo en cuenta que durante más de quince años el movimiento obrero argentino sólo atinó a defenderse como pudo o a pactar con el poder, mientras éste estuvo interesado en hacerlo, aun a costa de la marginación y el hambre de millones de trabajadores, los mismos que ahora son beneficiarios, o víctimas, de planes de asistencia social o engrosan las filas de los movimientos de desocupados, de los recicladores urbanos o cartoneros, los delincuentes sociales, o todo simultáneamente.
Sin embargo, las consecuencias teóricas y las prácticas políticas resultantes de éstas, que pueden ser debatidas a partir del análisis de estas experiencias, no deben serlo a través de una visión edulcorada de la realidad. Creemos que las ERT constituyen un caso digno de ser discutido por el conjunto de los movimientos populares latinoamericanos y que pueden dar elementos para repensar algunas de las ideas con las que se conciben a la clase trabajadora y su posibilidad de acción política y económica, pero que esto debe hacerse sobre bases reales, consistentes, y sustentadas en una buena lectura de la experiencia concreta. Caso contrario, estaremos hablando sobre hipótesis imaginarias, tan imaginarias como las que vieron una revolución en las jornadas de 2001, una red económica anticapitalista en los clubes del trueque y el germen de los nuevos soviets en las asambleas vecinales. Las empresas en quiebra son ocupadas por obreros reales, de carne y hueso, formados ideológica y políticamente en el movimiento sindical argentino tradicional, o en ninguno, obligados a iniciar el camino de la autogestión, con todos los enormes desafíos que ello implica en una sociedad capitalista dependiente y en crisis como la argentina, forzados por las circunstancias y por la imposibilidad de hacer otra cosa que tomar el futuro entre sus manos. Muy cerca de lo que Marx señalaba en el Manifiesto Comunista allá por 1848, pero posiblemente tan lejos como en aquel entonces de las futuras y poderosas organizaciones revolucionarias de la clase obrera que tiñeron la historia mundial posteriormente.
Los sinuosos caminos de la autogestión
Los procesos autogestionarios protagonizados por los trabajadores tienen una larga historia, que se remonta a las primeras experiencias cooperativas en la Inglaterra industrial de mediados del siglo XIX. En la Argentina y en América Latina, especialmente cuando surgieron a partir de situaciones de conflictividad y lucha obrera, dichos procesos se dieron en contados casos y en coyunturas políticas y económicas excepcionales (como en Chile durante el gobierno de la Unidad Popular)ii.
La experiencia de los trabajadores en la Argentina sólo conocía algunos y limitados casos (excluyendo de esta categoría el vasto movimiento cooperativo de arraigada tradición) en las décadas del 70 y el 80.
El fenómeno de las empresas recuperadas, tal como lo conocemos actualmente, es decir, la puesta en marcha por los trabajadores de empresas quebradas, legítima o fraudulentamente, frente al peligro cierto de ser arrojados a la desocupación estructural, es un proceso asociado a otro tipo de situación socioeconómica, generada a partir de las políticas regresivas neoliberales hegemónicas a partir de los años 90.
Se trata, entonces, de una respuesta de los trabajadores a una situación de extrema necesidad en medio de un proceso de desindustrialización que se mostraba como irreversible. Las herramientas gremiales tradicionales, insuficientes para dar una respuesta eficaz y evitar el pasaje del trabajador a la condición de desocupado sin perspectivas futuras, más el ejemplo cotidiano de las luchas de los trabajadores desocupados por sobrevivir, dieron paso a una nueva estrategia, costosa y conflictiva, pero percibida por sus protagonistas como la única salida posible para conservar las fuentes de trabajo. Esto marca una gran diferencia con los procesos precedentes de autogestión, enmarcados en posturas obreras ofensivas en contextos favorables al desarrollo de prácticas cuestionadoras del capitalismo, y políticamente concebidas como tales.
Como fenómeno económico, las empresas recuperadas son una expresión de la desindustrialización a que se vio sometida la estructura productiva de la Argentina a partir de principios de los 90. En casi todos los casos que hemos analizado desde el equipo de investigación que integramos, la unidad productiva en cuestión atravesó un largo proceso de deterioro al final del cual, en el momento de la ocupación o recuperación de la empresa, el número de trabajadores sobreviviente es mínimo con respecto a pocos años antes. La maquinaria es, por lo general, obsoleta, las instalaciones precarias y la patronal en huída ha dejado un tendal de deudas, entre las que figuran los salarios de los trabajadores y las indemnizaciones por despido.
Este fenómeno de abandono empresarial se debe en ocasiones a los condicionamientos macroeconómicos de la política de Domingo Cavallo y sus secuaces, pero también a maniobras fraudulentas realizadas por los empresarios, en sintonía con el modelo de valorización financiera imperanteiv. Esto provocó situaciones en las que, antes que una “toma” en el sentido tradicional que la historia del movimiento obrero sugiere, la ocupación de la fábrica por los obreros se pareciera más a un abandono por parte de los capitalistas de sus trabajadores en una planta vacía, sin capital y sin trabajo.
Los trabajadores que se enfrentaron a estas situaciones no lo hacen, entonces, desde una perspectiva ofensiva, sino más bien librados a su suerte en un contexto hostil, donde las tradicionales armas de la clase trabajadora sindicalizada eran absolutamente estériles. No sólo los sucesivos gobiernos de Carlos Menem y Fernando de la Rúa se habían encargado de destruir las conquistas laborales aun presentes en la legislación argentina, sino que ni siquiera había a quien reclamarle una indemnización ni tampoco donde ir a ofrecer su fuerza de trabajo. En un país donde el trabajo se había convertido en un bien escaso, los sindicatos prácticamente no tenían papel alguno. Si a esto le sumamos que la dirigencia sindical se había convertido en la mayoría de los casos en apéndices mafiosos de las patronales, el panorama que enfrentaba el trabajador, en especial aquel mayor de 40 años, era catastrófico.
Estas características dieron a las ocupaciones de establecimientos que derivaron en
ERT un dramatismo raramente percibido por los militantes e intelectuales de izquierda que se interesaron en ellas. Para los obreros, permanecer en los puestos de trabajo constituyó la tabla de salvación del naufragio en un mar atestado de tiburones, antes que un paso en la construcción de otro sistema o la lucha por el control obrero de la producción. Esa tabla era, además, resbalosa: la ley los condenaba, la economía los hundía y la clase política los ignoraba, concentrada como estaba en su propia salvación. La solidaridad de la izquierda, entonces, fue acogida muchas veces como la de los únicos que llevaban una voz de aliento a los desesperados, agradecida y valorada mientras no hubiera otra cosa mejorvi.
El año 2002 presenció una multiplicación de los casos de empresas recuperadas, mayoritariamente con esas características. En el film de Avi Lewis y Naomi Kleinvii, a pesar de intentar demostrar otra cosa, se ve claramente este panorama en el caso de la fábrica Forja San Martín. La discusión política de estos obreros era escasa y su organización para la ocupación aparece claramente como fruto de la desesperación por la pérdida del trabajo. Contrasta claramente con el caso de la ceramista Zanón y aun con el de la textil Brukman, ambas ERT símbolos de la tendencia de izquierda que reclamaba en ese entonces el control obrero de la producción. El documental muestra el triunfo de los obreros de Forja al obtener la expropiación temporal de la fábrica, como un ejemplo de la potencialidad de la lucha de las ERT en el marco de una lucha global contra el capitalismo neoliberal. Sin embargo, si los documentalistas hubieran seguido el caso hasta la actualidad, la conclusión optimista debería haber mutado en otra, muy diferente. Forja San Martín se ha cerrado a la solidaridad vecinal y de otros movimientos que caracteriza a muchas empresas recuperadas. Los personajes que en la película aparecen liderando la lucha fueron expulsados de la cooperativa y reemplazados en la conducción por el obrero políticamente reaccionario del cual se mofan en el film por simpatizar con Carlos Menem. Los acuerdos con la fábrica de tractores recuperada Zanello fracasaron y la película ha sido repudiada por un considerable número de cooperativas agrupadas en una de las organizaciones más numerosas de ERT por propiciar una visión “extranjerizante de lucha de clases antiglobalización de tendencia marxista”viii.
No son como este, por supuesto, todos los casos. Posiblemente sea uno de los más extremos en cuanto a cómo los cambios en la subjetividad de los trabajadores, que algunos psicólogos sociales, sociólogos y antropólogos identifican como una de las principales consecuencias de la experiencia de las ERT, no son tan grandes como muchos desearíamos. Muchos trabajadores no modificaron sustancialmente su percepción del mundo que los rodea a pesar de las fuertes experiencias de cambio que han vivido con estos procesos. Muchos otros, ya acostumbrados a la presencia de cámaras, periodistas e investigadores, orientan su discurso hacia lo que piensan que cada uno quiere escuchar. Paradójicamente, esta situación se dio en uno de los casos que emblemáticos representantes del movimiento mundial contra la globalización eligieron para intentar demostrar que el mundo puede tomar otro camino que el que nos obliga a transitar el sistema capitalista global. Si hubieran elegido otro, quizá hubieran logrado acercarse más a lo que estaban buscando en la Argentina pos 2001.
El problema no reside en el caso a tomar como ejemplo, sino en no entender a las
ERT en el contexto que les da origen, anclado en un proceso social, económico, político y cultural profundamente inserto en la historia de América Latina y las particularidades del capitalismo argentino, como parte de la larga experiencia de lucha de la clase obrera argentina y, a partir de allí, poder, esta vez sí, encontrar las enseñanzas para la lucha mundial contra el capitalismo globalizador. De otra forma, creemos, podemos llegar a conclusiones simpáticas pero completamente falaces.
Algunas particularidades de la recuperación de empresas por sus trabajadores en la Argentina:
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Definir a la empresa recuperada no es tan fácil como parece. Se trata de un término surgido al calor de la lucha y desde los propios trabajadores, que pretenden con la denominación resaltar el hecho de la recuperación de una fuente de trabajo perdida de no mediar su lucha. Esa recuperación es, además, una recuperación para la golpeada economía del país, más allá de los puestos de trabajo propios. Se sitúan así en una tradición histórica que no es la de la lucha obrera anticapitalista, sino la del sindicalismo peronista tradicional.
Sin embargo, que los trabajadores “recuperen” una empresa que el capital abandonó, o autodestruyó, quebró, vació o como queramos denominar el proceso por el cual los empresarios abandonaron o dejaron en manos de los trabajadores una empresa, no es visto por los poderes económicos con ninguna simpatía. La intromisión de los trabajadores en el reino de la propiedad privada, aun cuando los propietarios le hayan dejado el terreno libre (aunque como campo minado) ha provocado en estos una reacción indignada y temerosa.
Si el poder dominante en la Argentina es moderado frente a las empresas recuperadas, lo es por la legitimidad social que estas tienen y por su relativa debilidad actual. Para los exponentes de la derecha liberal clásica, como el ex ministro de la dictadura militar Juan Alemannix, se trata de un simple, vulgar y peligroso robo. Es el revés de Proudhon, un robo contra la propiedad. Luego de una serie de argumentos basados en la legalidad (la que ellos mismos impusieron a través de un genocidio) y en la lógica empresaria (la misma que llevó al colapso económico del país), termina afirmando que las empresas autogestionarias son “el paraíso de los vagos”.
En una conversación con técnicos del BID que se encontraban armando una propuesta de fondo rotativo para ERT a mediados de 2003, algunos miembros del equipo de investigación de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA nos vimos sorprendidos por el rechazo que, según ellos, había “en Washington” al término
“recuperado”, proponiendo en cambio el de empresa autogestionada. Es decir, para los tecnócratas de los organismos financieros internacionales la autogestión no asusta, pero la “recuperación” sí. Y esto se debe a que la autogestión, entendida como cooperativismo o como economía social, la “economía de los pobres”, no molesta a los grandes negocios y a la dinámica del gran capitalismo. Pero la “recuperación”, con el apropiarse de empresas que otrora eran capitalistas por parte de simples obreros, es otro cantar.
Tratando de avanzar en la definición, podemos considerar a las empresas recuperadas como un proceso social y económico que presupone la existencia de una empresa anterior, que funcionaba bajo el molde de una empresa capitalista tradicional (inclusive bajo formas cooperativas) y cuyo proceso de quiebra, vaciamiento o inviabilidad llevó a sus trabajadores a una lucha por su puesta en funcionamiento bajo formas autogestivas. Elegimos la palabra recuperadas (aun cuando autogestionadas o recuperadas bajo autogestión, podría aparecer como más correcto), porque es el concepto que utilizan los mismos trabajadores, los protagonistas del proceso y, porque, como señalamos recién, implica la noción de ocupación de una empresa anterior. Se trata de un proceso y no de un “acontecimiento”, por lo que las empresas
recuperadas no son solamente las que están produciendo, o las que están expropiadas, o las que son cooperativas de trabajo, o cualquier otro criterio que reduzca el caso a un aspecto del proceso sin contemplar su totalidad, sino una unidad productiva que atraviesa un largo y complejo proceso que la lleva a la gestión colectiva de los trabajadores.
El movimiento de las ERT vuelve a poner en el centro de la escena a los trabajadores en lucha en el seno de la producción, en la pelea por el modelo económico en términos concretos. Vuelven a situar la lucha social y política por el trabajo en el centro de las contradicciones de la sociedad, es decir, la que existe entre el trabajo y el capital. En ese sentido, es fundamental ver que las ERT no son un fenómeno totalmente asimilable a la llamada “economía social” o “economía solidaria”. La economía social, además de estar impulsada desde los organismos financieros internacionales como una forma de paliar los efectos inevitables de las reformas neoliberales, es impulsada desde ONGs y a veces desde el propio Estado como muro de contención frente al estallido social, que en el caso argentino finalmente se dio. A la vez, terminan eternizando a los sectores más postergados de la sociedad en la dependencia de donativos y subsidios estatales o de ONGs que, a la larga, impiden la lucha por la vuelta a la estructura productiva formal de los trabajadores desocupados.
Las ERT, como vemos, trasvasan la noción de economía social, pues pugnan por resituar a los trabajadores dentro del aparato productivo, y lo hacen de una forma que también les permite discutir las relaciones sociales en las que participan en la disputa política y económica. Si tienen éxito en volver a la producción, deben insertarse y disputar en un mercado capitalista hostil, con sus mismas reglas. Por más solidarias que sean las relaciones sociales al interior de una empresa, necesariamente deberán enfrentarse al problema de insertarse en relaciones de mercado que poco y nada tienen que ver con la economía solidaria.
A su vez, la llamada economía social no es un fenómeno absolutamente descartable desde esta perspectiva. Antes que eso, son un campo de disputa donde las empresas recuperadas, con su cuestionamiento explícito o implícito a las relaciones de propiedad, tienen algo que decir. La relación entre las ERT y los sectores de la economía solidaria es una relación necesaria y con gran potencialidad política y económica a futuro. En definitiva, puede sostenerse, que el Movimiento de Empresas
Recuperadas pone sobre el tapete, discutiéndolo críticamente, el fallido intento de separar la lucha social de la lucha política y de clases que el neoliberalismo ha intentado imponer como modelo.
Las ERT como unidades productivas:
En el libro “Las empresas recuperadas en la Argentina”x, basado en un exhaustivo relevamiento de más de 70 casos realizado durante 2004 y complementado en 2005, hemos trazado un cuadro general de la situación y características de las ERT como fenómeno social, económico y político. En forma sintética, presentamos a continuación algunos de los datos que nos parecen más importantes para la comprensión de la problemática en su conjunto antes de abordar algunos de sus problemas actuales.
En principio, estamos hablando de un fenómeno que se distribuye en todo el país y entre variados rubros de la estructura productiva y de servicios. Esta distribución no es aleatoria, sino que tiene estrecha relación con la estructura económica de la Argentina y con los sectores más golpeados por la ofensiva neoliberal de los 90. Esto se refleja en que un 60 % de las ERT se agrupan en al área metropolitana de Buenos Aires, y la mayoría de las del interior en las concentraciones industriales de las provincias de
Santa Fe y Córdoba. El 50 % pertenece a industrias metalúrgicas u otras manufacturas industriales, un 18 % al rubro alimenticio y un 15 % a servicios no productivos, como salud, educación y hotelería. Sólo el 12 % corresponden a empresas formadas o con parque industrial posterior a 1990, con un alto porcentaje
(65 %) de plantas anteriores a 1970, la gran etapa de la Argentina industrialxi.
Las ERT agrupan además una mayoría de empresas categorizadas como PyMESxii, de acuerdo con el número de trabajadores, con un promedio de algo más de 20 miembros. Sin embargo, la cantidad de trabajadores no es el único criterio posible para clasificar la importancia de una empresa, sino que también debemos considerar la capacidad de producción y la facturación, entre otros aspectos. Ambas son difíciles de calcular para las ERT, por ser empresas en recuperación, generalmente con una capacidad instalada que supera con creces la producción efectiva en manos de los trabajadores e incluso la producción de sus últimos tiempos como empresa tradicional, consideraciones que por supuesto se extienden a la facturación. Incluso el número de trabajadores lleva muchos veces a una subvaloración de la importancia de la empresa, pues es común que estas hayan perdido gran cantidad de asalariados en el transcurso de su crisis y que una parte sustantiva de los mismos no resistan el proceso de lucha que implica la recuperación, lo cual da como resultado un número escaso de trabajadores en relación con la capacidad potencial de la ERT.
Si hacemos una comparación de la cantidad de trabajadores que estas empresas empleaban en su momento de mayor expansión con aquellos que protagonizaron el conflicto que llevó a la recuperación, vemos una disminución de cerca del 70 %xiii, no atribuible en su totalidad a cambios tecnológicos y reformas empresariales. Esto evidencia el largo proceso de deterioro de la industria y la economía argentinas y, especialmente, de la precarización (eufemísticamente llamada flexibilización) de las condiciones laborales, previas al conflicto. Los trabajadores que sobreviven a este proceso y llevan adelante la ocupación y la puesta en marcha de la empresa bajo la forma autogestionaria se ven enfrentados a múltiples dificultades estructurales, entre las cuales la necesidad de llevar el sustento cotidiano a sus familias es la mayor urgencia. Para eso, todos los recursos son válidos, pues la alternativa es la destrucción de su vida y la de sus familias, en un país sumergido en la crisis más importante de su historia reciente.
El largo proceso de ocupación y vuelta a la puesta en producción, que lleva en promedio largos meses (más de 9 para los casos iniciados en 2001, 15 en 2002 y 7 en
2003 y 2004xiv) es un obstáculo para la permanencia en los puestos de trabajo de aquellos trabajadores más calificados o cuyas especializaciones gozan de mayor requerimiento por el mercado, como el personal administrativo y jerárquico. Quedan así en las ERT los obreros que no tienen otra oportunidad de vida que permanecer hasta el final, perdiendo los cuadros generalmente destinados a la inserción de la empresa en el mercado. El mejoramiento de la economía argentina en los últimos dos años provocó un problema en ese sentido para muchas ERT que vieron como trabajadores especializados en actividades de gran recuperación (básicamente por la política de tipo de cambio alto que impulsa las exportaciones y desalienta la importación de bienes que se pueden fabricar en el país) abandonaron la empresa
autogestionada ante ofrecimientos de mayores salarios por parte de empresas competidoras. Otros han encontrado más rentable trabajar por cuenta propia, incluso para la propia ERT, antes que igualar sus ingresos con trabajadores menos calificados.
El problema de la igualdad:
Esto último nos lleva a uno de los principales problemas que hacen a la dinámica económica y social interna de las ERT. El traumático proceso de ocupación y conflicto por la recuperación de la unidad productiva moldea al colectivo de trabajadores en la percepción de su propia igualdad, más allá de eventuales liderazgos o diferencias por antigüedad o posición jerárquica en la empresa anterior. Esto ha sido tomado como un principio político de gestión por las organizaciones de empresas recuperadas, en la forma de igualdad de salariosxv y horas trabajadas.
Sin embargo, al ir la ERT recuperando su capacidad empresaria, empiezan a surgir las diferencias entre el personal calificado y el no calificado, entre la cantidad de horas trabajadas por cada uno, entre las diferencias en la responsabilidad asumida, etc. El problema no es menor, ya que algunos trabajadores que sienten que llevan el peso de la gestión o del trabajo concreto perciben como injusta una situación en la que los ingresos igualitarios descansan en un trabajo desigual. Los mecanismos colectivos de resolución de estos conflictos no siempre funcionan como tales, principalmente porque no es la práctica ni la experiencia de los trabajadores la gestión de una empresa y mucho menos la autogestión. Muchos siguen pensando como trabajadores asalariados y quienes asumen la responsabilidad de conducción de la ERT corren el riesgo de pasar a ser los nuevos patrones para el resto, aun cuando hagan esfuerzos para no serlo.
Este problema no es privativo de las ERT, sino que se relaciona con el proceso global de la sociedad argentina en la historia reciente. El rechazo a las consecuencias de las políticas hegemónicas y la reacción contra las traiciones e ineficacia de la llamada
“clase política” ha ocultado también el sentido de la propia responsabilidad en los acontecimientos. Es decir, si Menem gobernó diez años destruyendo el país, lo hizo tolerado por la mayoría de la población, incluso cuando millones de compatriotas eran condenados a la miseria y la marginación estructural. La reacción a este proceso, tardía, en pocos casos incluyó una autocrítica de esta conducta. La culpa fue de “los políticos” que se robaron todo, pero la corrupción cotidiana y la ausencia de organización y movilización de la mayoría de la población contra las políticas privatizadoras no formaron parte, por lo general, del “que se vayan todos”. En algunas
ERT, este patrón de conducta social se reprodujo en pequeña escala, especialmente en fábricas de gran tamaño, con más de cien obreros, en las cuales la falta de capital de trabajo y la nula atención (o hasta el boicot) del Estado provocan enormes dificultades para la puesta en marcha o el sostenimiento de la producción, a causa principalmente del gran volumen de capital necesario. En varias de estas ERT se han desatado graves conflictos entre los trabajadores, no muy diferentes de los de naturaleza sindical comunes en las empresas tradicionales. En estos casos, la conducción obrera es identificada por el resto como “la patronal”, sin tener en cuenta que esa “patronal” fue electa por ellos mismos, que tienen su mismo peso institucional en la estructura cooperativa y sin terminar de comprender las enormes dificultades a la que la fábrica se encuentra sometida.
Nuevamente, no encontramos grandes cambios en la subjetividad de estos trabajadores: esta mayoría sigue esperando su salario a fin de mes, con la expectativa de conservar su modo de trabajo anterior. No sólo hay una falta de comprensión de las nuevas responsabilidades colectivas, sino también una falta de compromiso con la gestión asociativa que deben asumir. Aun cuando la conducción cuestionada se haya equivocado o, incluso, haya sido corrupta, esa mayoría es corresponsable por omisión y falta de compromisoxvi. Estas situaciones son pasto de las maniobras y ambiciones de algunas organizaciones y personeros que han sabido lucrar con algunas ERT a cambio de la resolución de sus problemas económicos. Estas soluciones consisten esencialmente en el gerenciamiento de la empresa, lo que quita la responsabilidad del manejo a los trabajadores que solo quieren trabajar y da la oportunidad de hacer negocios a su costa a una cohorte de inescrupulosos.
Si las dificultades financieras pueden llevar a este tipo de conflictos internos, provocando una reacción de tipo “sindical” de una parte de los trabajadores, la eficiencia económica lleva a otro tipo de problemas, a los cuales algunas cooperativas han dado soluciones del tipo opuesto, es decir, “patronal”. Cuando la recuperación productiva de la ERT se ha logrado eficientemente, en ocasiones ayudada por la coyuntura macroeconómica que permitió una rápida reinserción en el mercado, en otras por el tipo de empresa y la sobrevivencia a la crisis en más o menos buen estado de sus instalaciones o por una reorganización adecuada de los trabajadores para la autogestión, y casi siempre bajo condiciones de gran sacrificio personal por parte de los trabajadores, la ERT se ve ante el desafío de estancarse o crecer. Esto significa la reinversión de las ganancias obtenidas (para lo cual debe tomar la decisión de no repartir todos los ingresos, algo suicida a corto plazo pero que se ha hecho) en el mejoramiento de instalaciones y gestión y, muy probablemente, la incorporación de nuevos trabajadores. Esto último, que tendría que ser una prueba de la eficiencia de la autogestión y el éxito de los trabajadores en probar que pueden gestionar la empresa eficientemente y con solidaridad, se ha convertido con frecuencia en un problema nodal. Es aquí donde se pone en cuestión si la ERT se convierte en una empresa realmente autogestionada y solidaria, o empieza a dar los pasos para reconvertirse en una nueva patronal o una organización jerárquica de nuevo tipo.
Los trabajadores que han protagonizado la lucha se sienten, con razón, “dueños” de la empresa recuperada, y recelan de la posibilidad que nuevos trabajadores, que no han pasado por su lucha y todos los problemas que tuvieron que sobrellevar ellos y sus familias, ocupen sus lugares. Esta percepción tiende a ignorar las dificultades que estos trabajadores nuevos seguramente pasaron mientras fueron desocupados, pero principalmente, puede ser motivo de conductas que no contemplan los mínimos derechos laborales que ellos mismos fijaron en su dinámica autogestionaria. Suele ocurrir que el período de prueba de los nuevos trabajadores se eternice, que la cooperativa subcontrate a otros trabajadores en condiciones salariales y laborales peores que los socios, que se admitan diferencias sustanciales entre trabajadores que hacen el mismo trabajo, que los nuevos trabajadores sean excluidos de los derechos políticos cooperativos, etc. Algunas veces estas formas de incorporación, adecuadas a la ley de cooperativas, son precauciones tomadas concientemente antes de aceptar a estos obreros a la cooperativa con plenos derechos, pero con la intención de hacerlo.
Otras, son un paso a la formación de una patronal colectiva, bajo el miedo a perder los logros obtenidos, por un lado, pero con la impronta de la explotación, por otra.
Estos son algunos de los problemas en los cuales se insertan las ERT en la actualidad, pasado el momento de las ocupaciones frecuentes, donde todas las semanas uno o dos plantas eran tomadas y sus trabajadores pugnaban por convertirlas en empresas recuperadas. El momento actual está signado por el desafío cotidiano más que por la lucha política. Una vez obtenido el control de la empresa, la organización colectiva y solidaria por fuera de ella, tanto con vecinos u otros movimientos sociales, como con el resto de las ERT, pasa a segundo plano. Pasada la urgencia del conflicto, la vida interna, con todos sus desafíos y complejidades, pasa a tener prioridad. Los movimientos de empresas recuperadas, con sus intentos organizativos como sector y sus pretensiones hegemónicas y políticas, pasaron a ser una referencia vaga o externa. Alguno de ellos ha derivado en una suerte de ente gerenciador, en aquellas ERT donde sus trabajadores se sienten más tranquilos dejando la gestión en manos de expertos o donde toleran ser sujetos de prácticas clientelísticas a cambio de la solución de ciertos problemas legales o políticos. Esta estructura, basada en el liderazgo personal de un abogado, Luis Caro, es el
Movimiento Nacional de Fábricas Recuperadas por los Trabajadores (MNFRT). La otra gran organización, el Movimiento Nacional de Empresas Recuperadas (MNER) se ha prácticamente desintegrado, vapuleada por las disputas de liderazgo entre dirigentes (la mayoría de ellos externos a las propias ERT), la cooptación o el enfrentamiento con el gobierno nacional y la falta de visión política de sus referentes. Pero, básicamente, lo que ha posibilitado esta situación es el bajísimo nivel de compromiso de los trabajadores con el sostenimiento del movimiento más allá de su propia empresa.
Este panorama de fragmentación no es demasiado diferente al que encontramos en otros sectores del movimiento social en la Argentina. La diferencia es que la fortaleza de las organizaciones que nuclean a las ERT es, por supuesto, positiva, pero su debilidad no provoca hasta el momento más daño que la ausencia de una política común, especialmente en los reclamos hacia el Estado. Cada empresa o fábrica recuperada es una unidad en sí misma, y su éxito o su fracaso depende, en primer lugar, de sus propios trabajadores, y en segundo, de la solidaridad y organización que logren como sector. Las divisiones entre movimientos, sus diferentes políticas y hasta sus enfrentamientos, ponen a las ERT en una situación de fragilidad sectorial, que disminuye su capacidad de presión global y atenta contra las posibilidades de solidaridad interna y ayuda mutua, e impide pensar la problemática común en forma global. A pesar de ello, la existencia de estas organizaciones permitió reclamar con cierta consistencia ante los diferentes organismos del Estado y el asesoramiento y apoyo recibido fue fundamental para muchos trabajadores en las primeras etapas, las más difíciles del proceso, en que la ocupación o la toma se constituyen en la lucha decisiva que hace viable, o no, a un proceso de recuperación. Fragmentados y todo, su existencia ha sumado visibilidad pública, transmisión de experiencia y contactos políticos indispensables para que cada nuevo proceso de recuperación pudiera asimilar las vivencias de sus predecesores y no descubrir todo por sí mismo, con la consiguiente pérdida de tiempo, energías y mayor exposición al fracaso
La innovación social:
Esta visión crítica de la situación actual de las empresas recuperadas tiene como objeto poner en debate los problemas y las potencialidades de la experiencia argentina desde una lectura de sus dificultades y procesos concretos. Sin embargo, lejos estamos de sostener que los esfuerzos de miles de trabajadores hayan tenido como destino final irrevocable la reinserción de empresas quebradas en el mercado capitalista y la conversión de una capa de trabajadores en nuevos empresarios o protoempresarios, o en una burocracia gerencial. Estos procesos pueden darse, pero también los contrarios, es decir, la formación de empresas de nuevo tipo, bajo gestión colectiva de trabajadores, con la solidaridad como valor preponderante y creadoras, a través de enormes dificultades, de relaciones laborales alternativas a la explotación.
Pero una visión cruda de la realidad sirve para alertar contra la actitud, bastante frecuente, de depositar en estos trabajadores, protagonistas a su pesar de un proceso novedoso, la responsabilidad absoluta de un cambio social profundo, pues no hay cambio más difícil que el que atañe a las relaciones económicas, el nudo gordiano del capitalismo. Al mismo tiempo, esa visión cruda nos permite valorar mejor los procesos de transformación logrados por este conjunto de trabajadores, donde se han puesto en juego una serie de innovaciones sociales concretas en cuanto a la gestión de la producción y la formación de redes solidarias antes ausentes de la vida empresarial.
Quienes se aproximan a la realidad de estas empresas se sorprenden y fascinan por el hecho extraordinario del surgimiento de tales islas de colectivismo en el mar del capitalismo salvaje en que se convirtió la Argentina a partir de la dictadura genocida de
1976-83. Esta subyugante posibilidad se relativiza al profundizar en los procesos, como hemos hecho en este texto, pero esto no debe ocultar los procesos de cambio realizados y por realizarse en el seno de estas unidades productivas. Para ayudar a conceptualizarlos proponemos enfocar tales procesos como innovaciones sociales, diferenciándolas de aquellas correspondientes al campo estrictamente tecnológicocientífico.
Algunos autores, especialmente brasileñosxvii, han trabajado los procesos de las ERT desde el concepto de adecuación socio-técnica, que parte de la premisa de que la organización tecnológica de la producción bajo el capitalismo necesita ser adaptada a las nuevas condiciones sociales de la autogestión para poder ser utilizadas plenamente. De no hacerlo así, la propia línea de producción pensada para la empresa capitalista va a terminar adecuando a su lógica a la empresa autogestionada. Por lo tanto, para desarrollar integralmente la autogestión obrera, se debe producir una adecuación socio-técnica que permita utilizar la tecnología para fomentar las relaciones solidarias en la producción. Por supuesto, para llevar al grado máximo la adecuación socio-técnica, las ERT necesitarían a su alrededor un sistema social diferente, que permita el desarrollo tecnológico pensado específicamente a partir de la gestión colectiva. Como es más que obvio, estamos lejos de esa situación. ¿Cómo conseguir, entonces, esa adecuación para no volver a reproducir las viejas formas de producción que, a la corta o a la larga, terminen imponiendo una lógica capitalista en las empresas de trabajadores?
Quizá la respuesta sea que eso es imposible en las actuales condiciones, si nos atenemos a pautas tecnológicas frías y pensamos las ERT desde la absoluta responsabilidad de los obreros que las protagonizan. Es, como decíamos antes,
dejarles a trabajadores que, como hemos explicados, han sido forzados por la situación y la necesidad a tomar el camino de la autogestión, la responsabilidad social, política e intelectual de producir cambios que, por poner un ejemplo, la propia Unión Soviética no logró resolver.
Sin embargo, la realidad nos sorprende con prácticas de innovación social que, sin plantearse cambios tecnológicos o de organización de la producción, salvo transformaciones forzadas por la precariedad más que por la voluntad o la capacidad de construir una lógica productiva diferente, han logrado esbozar estructuras empresariales con patrones diferentes al modelo empresarial capitalista. Estas prácticas innovadoras son, en las empresas recuperadas, una constante, desde el mismo hecho de intentar autogestionar empresas abandonadas por capitalistas sin mediar procesos revolucionarios. El control de una empresa por trabajadores en el marco de crisis capitalistas sin salidas revolucionarias como las que ocurrieron en otros países a lo largo del siglo XX es, de por sí, algo novedoso. En las condiciones en que estos casos se dieron, lo es más aun. Al contrario que la voluntad cooperativa o asociativa que impulsa a la mayoría de las empresas de la llamada economía solidaria, las ERT son situaciones forzadas que dan impulso a la formación de relaciones solidarias frente a la adversidad que, de alguna manera, deben dar solución a problemas insolubles.
Deben romper para ello la lógica empresaria del capitalismo, aun sin pensarlo de esa manera. A esas rupturas del concepto de empresa las llamamos innovaciones sociales. No son, no suelen ser, innovaciones tecnológicas, sino mecanismos sociales diferentes en el funcionamiento de una empresa que sigue operando en el contexto del mercado. Y hablamos del mercado de una sociedad avasallada por el neoliberalismo, con sus mallas de contención social ametralladas, en medio de una situación crítica que es vivida como tal por el conjunto de la sociedad. Estas innovaciones sociales exceden el hecho de la gestión colectiva y el igualitarismo de las relaciones entre los trabajadores que las protagonizan, de cuyas dificultades y desafíos ya hemos hablado.
Se trata principalmente de la apertura social de la fábrica, de la socialización del secreto empresario, incluyendo, más de una vez, los costos, el estado de la maquinaria y la capacidad productiva de la empresa. No son pocas las ERT que han hecho un artículo de fe de la noción de “fábrica abierta”, en contraste claro con la fábrica patronal, cerrada a la mirada de todos, incluso la del Estado y, principalmente, de la de sus trabajadores.
Esta “fábrica abierta” tiene sus raíces en las condiciones de surgimiento de la empresa recuperada, con trabajadores que debieron apelar a la solidaridad social para conservar su trabajo, bajo la forma de la ocupación de la empresa. Para desarrollarla como unidad productiva sobreviviente de una quiebra o vaciamiento, con todas las dificultades consabidas, han debido emprender un camino sinuoso que, las más de las veces, no siguió la lógica económica que marca la racionalidad capitalista. Ninguna empresa capitalista consiente la apertura de su planta a la comunidad que la rodea, mediante la utilización de su espacio físico para actividades solidarias que, no solamente no son habituales sino que son contrarias a su lógica. Abrir centros culturales en las empresas no solamente no tiene relación con lo que se espera de una empresa capitalista, sino que tiene una racionalidad que escapa a la lógica económica. Y, además, esta práctica no se relaciona con la adecuación de la tecnología a las nuevas condiciones de gestión. Sencillamente, es una innovación en el campo de lo social y lo cultural. Y, además, en varios casos, esta innovación, contraria a la racionalidad económica, es condición de supervivencia de la empresa, por lo que, en realidad, nos encontramos con una racionalidad económica de naturaleza diferente a la capitalista.
En varias ERT, la apertura de actividades solidarias sirvió para generar una legitimidad social al proceso que posibilitó presionar desde una posición de mayor fuerza a los poderes políticos y al sistema judicial para el otorgamiento de la tenencia de la planta a los trabajadores. En otras, se trata de una devolución agradecida a la solidaridad vecinal que sostuvo, incluso desde lo económico, la ocupación del establecimiento. En ciertos casos, la apertura de los espacios a actividades económicas muy diferentes de la original tuvo un efecto dinamizador sobre el conjunto de trabajadores que permitió posteriormente retomar la producción de la empresa anterior. En todos, nos encontramos con la innovación sobre el camino establecido para la empresa de acuerdo a lo que marcan las reglas de juego del sistema.
Estos son los procesos profundos que hacen de las ERT un punto de quiebre en la experiencia de lucha de los trabajadores, independientemente de cómo se siga desarrollando el proceso. Aunque el sistema vuelva a cerrar la brecha que permitió que estas situaciones se dieran, la fractura, imposible de pensar para muchos, se dio.
Y se dio fuera del marco de ofensivas revolucionarias de trabajadores, en medio de la hegemonía imperial que impone sus reglas de juego a todo el planeta.
Como en otras latitudes en que se han producido grandes o pequeñas rupturas al orden establecido, las empresas recuperadas muestran al conjunto de los movimientos y organizaciones populares que las fracturas del status quo son posibles y, aunque nada asegura que el camino sea fácil, deben ser aprovechadas. La clase trabajadora argentina ha generado así un hecho de transformación social, económica y cultural, casi sin darse cuenta de ello. Una experiencia de lucha que es coherente con su rica historia de conquistas, mártires, derrotas y triunfos.
Por primera vez en años, los trabajadores argentinos, con todas las dificultades producto no sólo de la situación socioeconómica y de las implicancias objetivas de la situación en que se hacen cargo de sus empresas, sino de su propia falta de desarrollo político e ideológico, han empezado a señalar un camino de lucha y de avance en las posiciones políticas y económicas en nuestra sociedad. Después de años de estar a la defensiva, algunos pocos miles de trabajadores, aquellos a quienes
les ha tocado, han debido atacar la espada en vez de seguir buscando huecos para ocultarse en la pared.
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