Documento para el debate sobre la Problemática de la Inseguridad desde una perspectiva Progresista. (Juventud Socialista Rosario)
"En esta época compleja que hoy nos toca vivir, para algunos la vida ha dejado de ser un valor prioritario. Cada vez más vivimos inmersos en un contexto que avanza en la crispación, la intolerancia, la anomia. Las experiencias de gobiernos autoritarios, sumadas a la irrupción del neoliberalismo en la última década del siglo XX nos dejaron esos resabios, provocando que como sociedad se hayan debilitado ciertos valores, como el del bien común”
Antonio Bonfatti, Ministro de Gobierno y Reforma del Estado.
Desde hace ya unos años, siempre que se aproximan las elecciones, algunos políticos, aprovechan para intentar cosechar adhesiones ciudadanas hablando de la inseguridad. Ganan así, algunos minutos de aire en radios, algunos segundos en TV y centímetros de papel en los diarios. Al tener en verdad, el único objetivo de salir en los medios, las intervenciones de estos personajes son más bien estentóreas, irresponsables, difícilmente coincidentes con los cargos que debieran honrar.
Esto no quita el hecho real y concreto de que la seguridad pública está en el centro de las preocupaciones de la ciudadanía. Pero también es real y concreto que existen otros problemas que tienen consecuencias sociales y personales más graves que raramente aparecen en la agenda electoral de los candidatos y difícilmente se traslade a los presupuestos y políticas públicas de los gobiernos.
Un ejemplo claro es la cantidad de muertes provocadas por los accidentes de tránsito: en 2010 en Santa Fe se cometieron 40 homicidios por robo, mientras que las estadísticas de la Agencia Provincial de Seguridad Vial indicaron unas 550 muertes en igual período.
A esto nos referimos cuando decimos que la sensación de inseguridad supera con creces la inseguridad real que vive la ciudadanía. Los delitos no son una sensación. La que si termina conformando sensaciones es la forma en que los delitos se cuentan; son relatados por medios de comunicación y referentes sociales como por ejemplo los dirigentes políticos. Es decir, la criminalidad y el delito existen. El sentimiento de inseguridad, con sus miedos y alarmas derivados, es algo construido.
Por ejemplo: el país con más noticias de inseguridad es El Salvador y el segundo es Argentina, por delante, incluso, de países como Colombia, México y Brasil, que pese a una violencia urbana mucho mayor asignan a estos fenómenos considerablemente menos espacio en sus medios de prensa.
Los tres primeros países de Latinoamérica con menores índices de inseguridad son Uruguay, Chile y Argentina, en ese orden. Los tres países de Latinoamérica donde sus ciudadanos se sienten más inseguros son Uruguay, Chile y Argentina, en ese orden.
¿Esto significa negar que en Argentina haya delito violento? No. Lo que si estamos planteando es que la construcción de la noticia policial en Argentina, genera escenarios de miedos profundos y es muy deficiente: las fuentes son poco verificables, se enfatiza en el relato de la víctima, hay mínima contextualización y hechos muy atípicos se presentan como típicos. Sobre esta base pasan luego los candidatos a pura demagogia para cosechar alguna que otra adhesión.
Insistimos: está claro que estamos ante un tema grave, pero justamente su gravedad debiera conducirnos hacia un debate y un abordaje mucho más serio y estudiado de la problemática.
Frente a una problemática de esta magnitud es muy tentador caer en soluciones simplificadoras. Lo grave es que una mala solución, nos llevará seguramente, a que el problema se profundice en lugar de ser superado.
La criminalidad es un problema que genera grandes pérdidas para cualquier sociedad: en primer término, por supuesto, se hallan las vidas perdidas y a ello se le deben sumar los costos de los sistemas de salud, seguridad y justicia. Se estima que el 14% del Producto Bruto de América Latina se pierde por la violencia. Además hay costos intangibles como la sensación de inseguridad y su consecuente deterioro sobre la calidad de vida de los ciudadanos.
Exacerbando la percepción de inseguridad se disparan los mecanismos del pánico y la agresión de la mente sauriana. Con ellos se crearon los fascismos. Desactivarlos es salvarse.
Luís Britto García
Los medios de comunicación social determinan nuestra percepción de inseguridad, por medio de la amplia cobertura y centimetraje en el tratamiento de los delitos como parte de su agenda en apariencia noticiosa pero que en realidad tiene intereses ocultos: por un lado conmover y cautivar a sus usuarios para vender ya que el negocio de la sangre le da buenos dividendos y si además esas “informaciones” lesionan la imagen del país y del gobierno ante el pueblo y la comunidad internacional es mejor para estos apátridas, que no son todos pero sí la mayoría.
Así tenemos que, arropados bajo una falsa objetividad e imparcialidad, nos bombardean con olas de criminalidad desde las primeras páginas hasta los noticieros; en vez de contribuir a nuestra formación integral y mantenernos bien informados, nos generan temores, ansiedad y sensación de inseguridad, los medios nos asedian más que los delincuentes.
La inseguridad nadie la niega, es tan vieja como el primer oficio, pero la forma como la abordan los medios de comunicación es alarmante, abundante y amarillista, tanto que nos acosa, irrespeta y denigra los derechos humanos de las víctimas y familiares atrapados entre sus titulares que para nada brinda soluciones ante la inseguridad.
La verdad es que gran parte de los dueños de los medios de comunicación del país están poseídos por interese mercantiles, políticos y contrarrevolucionarios, los cuales inspiran su agenda de la inseguridad, secundada con informaciones extraoficiales en ocasiones extemporales de fuentes ficticias.
Si el medio es impreso presenta diversos trabajos supuestamente de investigación que giran en torno al homicidio, robo y secuestro, en la radio hacen lo mismo pero de manera mas volátil e irresponsable, por su lado la televisión refuerza constantemente sus mensajes de violencia a través de las comiquitas donde todos los problemas se resuelven peleando, en los reality show, infoshow y talkshow el actor principal es el bajo instinto, los vejámenes y la banalización, la cereza de la torta mediática son las narconovelas donde lo correcto es ser un narcotraficante o una de sus amantes. Estos estereotipos legitiman la violencia, la inmoralidad, la prostitución, la muerte por poder, estatus y dinero mal habido.
Esta cultura de violencia que promueven los medios de comunicación privados no nos brinda herramientas para comprender y desmontar el problema de la inseguridad, en cambio nos paraliza de pánico y nos ahoga en la paranoia con un espectáculo que exacerba la percepción de inseguridad. Además de estimular escenarios de violencia.
El filósofo francés Regis Debray manifestó: “Si existe una religión civil y democrática, los medios son su clero. Y como clero, tienen sus propios tribunales, su derecho canónico y gozan del privilegio del fuero eclesiástico. Sin embargo, el poder mediático acostumbra a repartir lecciones de moralidad, mientras su propia actitud adolece de un déficit evidente de normas éticas”.
Ciertamente los medios de comunicación se creen intocables, con licencia divina para hacer lo inimaginable, creen estar por encima del estado, del pueblo y más allá del bien y del mal. Escurren su responsabilidad en relación con el elevado índice de Violencia Social Percibida producto de la exagerada cobertura de hechos de violencia y de inseguridad.
Los medios actuando como tribunales han sentenciado como padre y único culpable de la inseguridad al gobierno nacional, ignorando deliberadamente la responsabilidad de los gobernadores, alcaldes, jueces, fiscales y órganos de seguridad. Además olvidan que ellos están inhabilitados como árbitros ya que son arte y parte en la exacerbación de la percepción de inseguridad que nos genera la sensación de miedo, lo cual nos afecta más que la inseguridad en si misma.
Con lo antes expuesto hemos comprobado que la mayoría de los medios de comunicación privados en Venezuela no sólo crean escenarios de violencia social sino que generan una alta percepción de inseguridad que influye en nuestra psiquis y se refleja en la conducta.
Los oligarcas, apátrida, contrarrevolucionarios, antichavistas, que promueven la cultura de la violencia a través de matrices de opinión sobre la inseguridad son la mayor amenaza para la estabilidad del país y para nuestra salud mental, la única forma de contrarrestarlos a nivel del estado es generando mecanismos legales que les den donde más les duele, en lo económico, y a nivel del pueblo hay que formarse para desarrollar una percepción crítica ante los medios de comunicación que nos permita desmontar sus agendas noticiosas, propias y ocultas, de esta manera desactivaremos su manipulación de la realidad que ya es bastante fuerte como para multiplicarla y contribuiremos a minimizar el índice de Violencia Social Percibida.
*Periodista/Docente UBV Zulia/Miembro MPR Fabricio Ojeda
periodistasrevolucionarios@gmail.com
Fuente: http://www.aporrea.org/ddhh/a109388.html
1. LA SENSACIÓN DE INSEGURIDAD Y LOS MEDIOS
DE COMUNICACIÓN
El problema vinculado a la seguridad ciudadana es uno de los que mayor preocupación despierta hoy en día entre la población, especialmente la urbana.
En este sentido, no cabe duda-que el delito afecta sensiblemente el derecho de todo ciudadano de tener garantizada su vida, su integridad corporal y su propiedad.
En la Argentina se ha generado desde el advenimiento de la democracia cierta sensación de inseguridad, derivada sobre todo de la comisión de algunos delitos, como asaltos en la vía pública, arrebatos, robos en viviendas aprovechando la ausencia ocasional de los ocupantes, etc.
Sin embargo, no resulta fácil determinar el grado de sustento real de tal sensación, ya que en la Argentina las instituciones estatales encargadas de la elaboración de índices estadísticos de criminalidad han actuado durante años de un modo inconexo, provocando así lagunas y contradicciones en el sistema de información.
Ello no obstante, los datos estadísticos brindados por la Policía
Federal muestran que durante la presente década, efectivamente, se ha producido un aumento más o menos constante de algunos delitos contra la propiedad, en tanto que se registra una disminución en los delitos contra las personas.
Cabe señalar al respecto que la franja de delitos en la cual se registra ese marcado aumento cuantitativo, pese a tratarse de delitos menores, debido a su forma de comisión, que los coloca en relación indiscriminada con todos los ciudadanos, poseen gran capacidad de generar entre la población una sensación de inseguridad.
Por otra parte, en el análisis de estas circunstancias, no es conveniente prescindir de la necesidad de diferenciar qué es «imagen» y qué es realidad. Cuánto hay de verdad en la sensación de inseguridad y cuánto de ilusión.
En este aspecto mucho se ha hablado acerca del papel que cumplen en ese punto los medios masivos de comunicación, en cuanto a la «imagen » que los ciudadanos se forman de la realidad. Las modernas teorías del «construccionismo social» sostienen que las «imágenes» que brindan los medios llegan a sustituir para sus destinatarios a la realidad.
Efectivamente, muchas veces el sentimiento de inseguridad ha sido generado por el manejo sensacionalista de algunos medios de comunicación.
Las modernas investigaciones llevadas a cabo en torno de la relación existente entre los medios de comunicación y el fenómeno de la criminalidad permiten advertir que aquéllos extraen, en lo fundamental, la información relativa a tal fenómeno de lo señalado en los informes que elabora la policía, sean éstos orales o escritos1.
De tal modo se produce un proceso de selección de la realidad, toda vez que a la policía llegan, por regla general, sólo determinada clase de delitos cuya nota característica tiende a ser la violencia, por ejemplo: ciertos delitos contra la propiedad, como robos, hurtos, algunos engaños; algunos delitos contra la libertad sexual, como violación y abusos deshonestos, y delitos contra la vida y la integridad corporal, incluidos los ilícitos en el tráfico automotor.
Sin embargo, muy raramente llega a la policía en forma directa todo lo relacionado con los delitos que más gravemente afectan la convivencia, los vinculados a las grandes estafas, los complejos delitos económicos, la contaminación del ambiente, etc.
No es en las calles que vigila la policía donde se cometen tales hechos; por lo tanto, el quehacer cotidiano de la policía que es el recogido por los medios de comunicación, determina una clara selección.
A su vez, tal circunstancia permite que ciertos delitos, los de violencia, se mantengan en los informes policiales e incluso aumenten en relación con los demás, sin que ello se corresponda de modo preciso con la realidad, es decir, que el proceso de selección se intensifica en forma de espiral.
En síntesis, lo que caracteriza la «extracción» de la noticia criminal es un sucesivo proceso de selección, que se orienta a la identificación de criminalidad e inseguridad ciudadana con violencia.
Paralelamente, todo ello repercute en la entrega de información, pues lo que interesa desde el punto de vista del consumo es el sensacionalismo y, muchas veces, desde el ideológico el crear el miedo o pánico que produce la inseguridad.
Por otra parte, en muchas ocasiones los medios de comunicación utilizan, en torno al fenómeno criminal, el lenguaje del «cuento de hadas», es decir, plantean los casos en sus rasgos de buenos y malos, lo que se ve realzado en razón de la apariencia de autoridad, objetividad y credibilidad que provoca el «cuento», aumentado por la supuesta «personalidad » de ciertos sectores del periodismo.
Además, la utilización de la violencia como nudo expresivo fundamental del cuento, no sólo sirve para individualizar, sino también para crear el temor, con la consecuente conformidad de la represión e incluso de su aumento.
El problema, de ese modo enfocado, se hace radicar en un segmento muy estrecho de individuos, aquellos que ya han sido estigmatizados por innumerables vías mucho antes, y que resultan el chivo expiatorio propicio para todo el conjunto social.
Alarmismos sociales y medios de comunicación
Francesc Barata, Profesor titular de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la
Universidad Ram
La visibilidad mediática
on Llull de Barcelona
Hace poco más de cien años que en muchos países se abrían las puertas de los tribunales para que la justicia fuera pública.
Se hacía efectiva la agonía del proceso inquisitorial que un siglo antes había condenado el ilustrado Cesare de Beccaria, cuando en su obra universal abogaba por la transparencia del acto judicial, afirmando: “Que sean públicos los jueces y las pruebas de un delito para que la opinión, que es quizás el único fundamento de la sociedad, imponga un freno a la fuerza de las pasiones” (Beccaria, 1982 [1764]: 85). No sabemos a qué pasiones se refería entonces el joven Beccaria, pero estoy seguro de que él y sus contemporáneos no pudieron imaginar las pasiones que desencadenaría la nueva publicidad del proceso penal.
Nadie había previsto que aquellas puertas que se abrían para el pueblo receloso, también permanecerían abiertas para la naciente prensa industrial; periódicos deseosos de historias de espanto con las que cautivar a la incipiente masa de lectores, cuando ya la audiencia se traducía en ingresos publicitarios y la información empezaba a ser un negocio.
Con la aparición de la prensa moderna se transformó la visibilidad social del delito.
Desde entonces, podemos afirmar que gran parte de lo que la sociedad sabe y se imagina del delito pasa por el discurso mediático. La prensa transformó la experiencia social sobre las transgresiones, se produjo un cambio fundamental: se pasó del viejo ritual del castigo público, del que nos habla Foucault, al nuevo ritual mediático. Desaparecía la violencia real que suponía el bárbaro teatro punitivo que tenía lugar en calles y plazas, y emergía la violencia narrada. Cuando se apaciguaban las violencias personales, las referidas por Norbert Elias en El proceso de civilización, aumentaba la visibilidad social de la violencia.
Dicho proceso histórico ha producido una transformación radical en el saber y el sentir colectivo sobre el delito. Del contacto directo y presencial que ofrecía el castigo público se ha pasado al contacto diferido por los medios de comunicación. La prensa se convierte en un mediador, pero no en un mediador neutral a modo de mensajero que transporta noticias, sino en un mediador que también es el encargado de producir los mensajes. La experiencia social está conectada con un discurso mediático que activa los miedos presentes en nuestros contextos cotidianos.
Estamos asistiendo a una nueva representación del ritual delictivo, pero esta vez el escenario punitivo no está en la plaza pública, sino en las primeras páginas de los diarios y en las pantallas del televisor, donde parecen cumplirse a la perfección algunas de las funciones que tenía el castigo público: mostrar la humillación del criminal y visualizar el terror de la pena.
En la actualidad, esta visibilidad adquiere una mayor relevancia cuando tiene lugar lo que defino como olas mediáticas de criminalidad, es decir, cuando los medios de comunicación coinciden en tratar un hecho delictivo de forma uniforme, abundante y alarmista.
Cuando hay una sobrecarga informativa. Son olas artificiales porque su dimensión informativa no tiene una relación equilibrada con el problema referido. Estas olas mediáticas les confieren a los acontecimientos delictivos una dimensión pública que no tenían, y lo que resulta más preocupante: su imagen mediática acaba funcionando en términos de acción social como la imagen real del delito. No es que los medios inventen el crimen, sino que le dan unas formas y unos contenidos determinantes de su percepción social. Un discurso que dialoga con los temores surgidos de la experiencia real.
Dicho de otra manera, los medios no se limitan a introducir ciertas imágenes en la mente de las personas, sino que construyen algo más en la sociedad misma. Aunque las olas mediáticas de criminalidad sean experiencias mentales acaban siendo reales porque reales son las consecuencias que producen.
En esas olas, el delito siempre es un acontecimiento sangriento, violento, dramático.
Las informaciones criminales aparecen con un lenguaje emotivo que interpela los sentimientos y genera una angustia que no es apaciguada por la razón.
El concepto de olas mediáticas de criminalidad que propongo está sugerido por el trabajo que realizó en la década de los años setenta el sociólogo Mark Fishman, en el cual habla de una ola de crímenes construida por los medios sobre el caso de asesinato de ancianos. Fishman ponía también de relieve la importancia de las agencias de control en el aumento de la desviación, tal como habían establecido los llamados criminólogos críticos. Plantea que las agencias de control promovieron un nuevo problema social en los medios de comunicación e institucionalizaron una nueva categoría de incidentes inusuales.
Las olas mediáticas de criminalidad acaban formulando nuevas categorías de delitos, hacen que las instituciones centren su atención sobre unos determinados ilegalismos aunque las estadísticas policiales muestren una disminución del delito. Son olas mediáticas porque su dimensión pública, la que determina el estado de opinión y la acción de las instituciones, es creada por los medios.
Estos elementos motivan que las informaciones sobre los acontecimientos criminales tengan una poderosa incidencia en la formación de los temores ciudadanos, los sentimientos de inseguridad. Las olas mediáticas hacen presente el peligro y acrecientan la sensación de miedo. Se proyectan sobre una sociedad asediada por el temor a la delincuencia. Inciden, sobre todo, en las capas medias que se sienten como las víctimas propiciatorias.
Puede establecerse una correlación entre los temores ciudadanos y el aumento de las noticias delictivas. Cabe recordar que en muchos países la inseguridad ciudadana es uno de los temas que más preocupan a sus habitantes, a pesar de la disminución de los índices delictivos. Los medios actúan como cajas de resonancia que alertan, señalan y estigmatizan los conflictos sociales sin aportar elementos para la reflexión. Hacen más próximo lo que Goffman (1971) califica como el entorno Umwelt, espacio en que los individuos detectan los signos de alarma. El peligro es introducido hasta la intimidad del hogar.
De los miedos reales e imaginarios
Podemos afirmar que existe una mediatización de la experiencia en torno al delito, una mediatización que irrumpió con la prensa moderna. La experiencia mediática no hay que considerarla como algo ajeno a la sociedad, sino como un elemento más del devenir social. Es decir, las formas mediáticas de la experiencia forman parte del flujo habitual de nuestras vidas cotidianas. Y en torno a este hecho hay que constatar que, en no pocas ocasiones, esa experiencia adquirida está alejada de nuestros contextos cotidianos, en sus dos grandes dimensiones: temporal y espacial. Alejadas porque los medios nos transmiten informaciones muy distantes de nuestra realidad geográfica y social, pero muy próximas en términos de empatía. La visibilidad mediática posee una dimensión global, y el uso de los medios implica la aparición de nuevas formas de acción e interacción social en torno al Sistema Penal y el mundo del delito.
Más allá de esa visibilidad que proponen los medios, es necesario preguntarnos por la fascinación que genera el relato transgresor.
Una demanda que, según mi entender, tiene que ver con un profundo desasosiego social, con una cierta anomia ciudadana que se traduce en un desafío de los límites. Es la fascinación por el desorden en todas sus expresiones: el riesgo, el accidente, el crimen, la catástrofe. Demanda que es cultivada y fomentada por los medios. Pero también un reclamo que nos habla de una búsqueda de realidad en un mundo donde las verdades están trastocadas por las apariencias, desde los disimulos del actuar político hasta la visión de los cuerpos perfectos.
Todo ello se produce cuando constatamos la crisis de los grandes relatos ideológicos.
Estamos en la era del vacío (Lipovetsky, 1986) que está siendo ocupada por “la cultura del yo”, la vivencia de lo íntimo frente a la experiencia colectiva. Aparece la sociedad de la experiencia mediática frente a la sociedad de la vivencia colectiva. La segunda es un viaje hacia afuera, donde el individuo encuentra sus puntos de referencia en el hecho colectivo; la primera es un ir hacia adentro, un refugiarse en el mundo íntimo e individual que el filósofo Lluís Duch sintetiza en la pregunta ¿cómo me encuentro? (Duch, 2000). Este intento de exploración de las propias intimidades se ha convertido en el criterio sobre el cual se construye gran parte de los valores de la llamada posmodernidad. Es un yo cambiante que se mueve por los impulsos de la emocionalidad.
Asistimos a una prominencia del presente y la aceleración imparable del tiempo. El diapasón mediático marca cada vez más el ritmo social.
El nuevo presente acelerado y efímero ha pulverizado un pensamiento tradicional construido sobre la quietud social, que permitía abordar con sosiego la realidad exterior. Un reloj de arena que daba tiempo a que el individuo creara lazos de confianza con su entorno.
Tales sofocos llevan a una profunda crisis de credibilidad que hace que los ciudadanos se refugien en el viejo y ancestral espacio de la verdad: los sentimientos. En el desierto de los metarrelatos han aparecido los microdiscursos que ofrecen un sentir a la ciudadanía.
Pequeñas verdades con una gran carga emotiva, como las historias de nota roja. Estamos ante una verdadera crisis de credibilidad que afecta al orden simbólico: los grandes relatos ya no son tan creíbles y se afianza el interés por lo minúsculo, lo cotidiano, lo íntimo. El suceso criminal, considerado como una demanda de realidad, remite a una búsqueda de autenticidad frente al simulacro del que nos habla Baudrillard. Una encuesta realizada en
España por la empresa Eco Consulting, en junio de 1998, revelaba que las informaciones de sucesos y deportes eran las más creíbles para los ciudadanos, y las menos fiables las relacionadas con la política (El País, 14 de julio de 1998). A un 78,6% de la ciudadanía les parece creíble las informaciones de sucesos, mientras que las del ámbito de la política nacional sólo merecen la confianza del 30,8% de los encuestados (véase figura 1.2). Los ciudadanos dan más crédito al lenguaje de sentimiento que a la palabra racional pronunciada por el discurso oficial.
La atracción por el suceso criminal tiene lugar cuando contemplamos una sociedad que se siente insegura. Es un miedo que perturba el quehacer diario y que alimenta el gran negocio de la seguridad. En países como Canadá y Estados Unidos, la gestión de los miedos se ha convertido en una materia muy rentable y la seguridad privada gasta el doble que la pública (Christie, 1993). En todo lo expuesto encontramos una gran paradoja: esta sociedad que se siente profundamente insegura se muestra fascinada por el consumo de relatos violentos y transgresores.
Como anotamos al principio, en los nuevos escenarios mediáticos, la criminalidad parece revivir la antigua función del teatro punitivo, con la paradoja de que ahora el castigo permanece invisible entre los muros de las prisiones y la ceguera social. La pena es un mero trámite burocrático que nadie quiere contemplar. Mientras que la detención y el proceso judicial se han convertido en el nuevo espectáculo punitivo.
Una visibilidad que se concentra sólo en una parte de las transgresiones sociales: las más violentas, las susceptibles de producir más horror entre los ciudadanos. Es decir, la delincuencia que presentan los medios es exclusivamente una delincuencia violenta. Las pequeñas transgresiones que constituyen la mayor parte de los índices delictivos apenas salen reflejadas, por no referirnos a la escasez de los llamados delitos de cuello blanco.
Asistimos a una visibilidad que recurre directamente a los sentimientos, con un lenguaje que pretende más impactar que informar. La
nota roja es un relato dramático que crece por el peso emotivo de las imágenes que acaparan los primeros minutos de los telenoticias y las portadas de los diarios, con escenas que impresionan los sentimientos y dejan poco espacio al razonamiento (Barata, 1996).
Atrapadas en la lógica del drama y la seducción, dichas noticias apenas aportan elementos de racionalidad. Este hecho ya se puso de manifiesto en 1993 en Gran Bretaña cuando dos niños de Liverpool, de 10 años, mataron a otro de dos años. Fueron calificados de seres monstruosos, influidos por la violencia presente en la televisión. Analizando el caso con el distanciamiento necesario, podemos llegar a la conclusión, como sostienen psicólogos y sociólogos, de que el drama social no fue sólo que dos niños mataran a otro, sino el tratamiento mediático, la imagen de criaturas asesinas difundida entre la sociedad y ante los cuales se pedía el internamiento a perpetuidad.
Las informaciones dramáticas van acompañadas, muchas veces, de un sustrato de fantasía y presentadas sin contexto social.
Cuando dos adolescentes españolas fueron detenidas en la ciudad de Cádiz por la muerte de una amiga, los diarios titularon “Mataron a la joven de Cádiz para ser famosas” (El
País, 30 de mayo de 2000). ¿Es realmente la explicación aunque así lo manifestaran? No, los medios cultivaron la irracionalidad y no aportaron elementos que le permitieran a la sociedad entender las transgresiones. Antes y ahora, parecen querer instalar la imaginación y la ficción en el universo de la verdad informativa.
En esta ausencia de contextos, la exposición de los hechos se concentra en la presentación del delito y su resolución. Ninguna reflexión sobre las causas de fondo, las leyes que penalizan y sobre aquellos que las han transgredido. En el mundo de la delincuencia que ofrecen los medios de comunicación, los únicos actores son el agresor, la víctima, los jueces y la Policía; es decir, los directamente implicados y los operadores del control social formal. Ninguna otra referencia a los organismos no gubernamentales o de escaso perfil institucional que trabajan en la búsqueda de soluciones.
La simplificación lleva a que la información quede reducida a una especie de caricatura entre buenos y malos. El tratamiento que los medios hacen de la criminalidad puede calificarse de alarmista, sesgado y, aunque efímero, dotado de una poderosa capacidad para reforzar entre la ciudadanía esquemas simbólicos sobre el miedo, el orden y la moralidad.
Los desacuerdos entre los especialistas sobre la posibilidad de establecer una relación directa entre la violencia social y la mediática se convierten en amplio consenso cuando se estudia la sensación de inseguridad ciudadana que producen las olas mediáticas. Podemos establecer una relación entre estos procesos informativos y determinadas reacciones de alarmismo ciudadano. Una información que afecta de forma particular a los grupos sociales más débiles y aquellos que ideológicamente se muestran más predispuestos a no tolerar dichos comportamientos.
En la mayoría de los casos produce una gran preocupación que la respuesta alarmista se centre en la petición de una mayor represión contra determinados comportamientos.
Como dice Eduardo Galeano (1988): “Cada vez que un delincuente cae acribillado, la sociedad siente un alivio ante la enfermedad que le acosa”. Es decir, la muerte de cada malviviente produce efectos terapéuticos sobre los bienvivientes. Nos recuerda que estamos salvados del mal que nos acecha.
Pobreza, racismo y violencia social - Por Rogelio Alaniz
La tarea central de un Estado es defender la vida, las libertades y la propiedad. Buen punto de partida para reflexionar acerca de lo que está ocurriendo en Villa Soldati. No hace falta ser un asistente social para admitir que ninguno de estos tres atributos se está cumpliendo. Villa Soldati se ha transformado en tierra de nadie, se impone la ley del más fuerte y las consecuencias están a la vista: cuatro muertos, un número indeterminado de heridos, ocupación de espacios públicos y una guerra feroz y despiadada entre pobres.
Mientras tanto, a las clases dirigentes -porteña y nacional- no se les ocurre nada mejor que pelearse entre ellos. Menudean los reproches y las imputaciones mientras los pobres se matan. Abundan las exageraciones, los prejuicios presentados como sabios aforismos y las miserabilidades políticas de quienes a derecha e izquierda pretenden obtener beneficios de la tragedia social.
El otro día en el “correo de lectores” de un diario de Buenos Aires se reproducía una nota publicada en 1994 en la que se anunciaba la creación de un parque Indoamericano en Villa Soldati. Allí se explicaba que en pocos meses estarían construidas piletas de natación, canchas de fútbol y de básquet, guarderías y bibliotecas. Pasaron dieciséis años, y como todos hemos podido apreciar en estos días, el parque es en realidad un vulgar descampado, un salvaje potrero, un enorme baldío tentador y peligroso.
La pregunta a hacerse es la siguiente: ¿qué hicieron o dejaron de hacer durante todos estos años los diferentes gobiernos?. Ahora es muy fácil echarle la culpa a los inmigrantes, a los pobres, al delito organizado o al narcotráfico, pero mientras tanto, cuando hubo que hacer algo, lo que se impuso fue la desidia, el clientelismo. Previsible: es mas fácil repartir limosnas que organizar instituciones; es más fácil y más rentable.
El ejemplo es ilustrativo. Lo que hoy estalló en Villa Soldati empezó hace varios años. Hubo señales, síntomas, advertencias, pero nadie le dio importancia, a nadie se le ocurrió anticiparse a los hechos. El Estado está ausente hoy, pero también lo estuvo ayer y, como se presentan las cosas, es muy probable que en el futuro inmediato siga ausente.
No es novedad que la concentración urbana en Buenos Aires transforma en inmanejables los conflictos sociales. Buenos Aires y su entorno suman una población de trece millones de habitantes. Esta realidad es ingobernable. En Buenos Aires, México o San Pablo. La ineficiencia y la corrupción de la clase dirigente hacen el resto. Como dijera Alberdi, la responsabilidad no está abajo, está arriba.
Después vienen los lamentos. Macri no miente del todo cuando dice que Buenos Aires no pude hacerse cargo del hambre de América latina; el gobierno nacional no falta a la verdad cuando le imputa al gobierno porteño no haberse ocupado de los pobres. En ese contexto se reproducen todas las patologías políticas y sociales. A nadie le debe llamar la atención que el racismo en sus variantes más agresivas se ponga de moda. Doña Rosa y los taxistas, voceros clásicos del sentido común popular, suponen que la culpa la tienen los bolivianos y paraguayos. Chivos expiatorios que se dice.
¿Son tantos los extranjeros en Buenos Aires? Supongo que no son pocos, pero juraría que tampoco deben ser tantos. Es más, sospecho que deben ser muchos menos de los que había en 1914 cuando el treinta por ciento de la población era extranjera. Imagino la objeción: ¡pero eran europeos!. Es verdad, eran europeos, pero no eran los rubios anglosajones y protestantes que había imaginado Alberdi, sino italianos y españoles llegados desde las zonas más pobres y atrasadas de Europa. Europeos es cierto, pero en su gran mayoría europeos analfabetos y semianalfabetos, cuyo aspecto físico para los taxistas y doña Rosa hubiera sido tan repulsiva como los actuales inmigrantes.
Se dirá que el país era otro. Es cierto. Entre otras cosas, porque entonces el Estado garantizaba la vida, la propiedad y las libertades. Pero no nos olvidemos que también fue ese Estado el que aplicó las leyes de residencia y defensa social contra los inmigrantes molestos. También es verdad que el país entonces crecía en serio, que la movilidad social ascendente era real y que el modelo educativo argentino era el más completo y eficaz de América y uno de los mejores del mundo.
Los actuales inmigrantes no son los mismos que llegaron en los barcos hace un siglo, pero en muchas cosas se parecen. En primer lugar, la gran mayoría viene a trabajar. Vienen de un lugar donde están peor con la esperanza de estar mejor. No hay inmigrante sin esa expectativa. Nadie sale de su miseria cotidiana para ir a una miseria mayor. En Buenos Aires trabajan de peones, albañiles, mozos de servicios, vendedores ambulantes, en tanto sus mujeres lo hacen en el servicio doméstico. En la mayoría de los casos hacen las tareas que nosotros no estamos dispuestos a realizar. Viven en villas miserias, en ranchos, hacinados en edificios miserables, pero si conversáramos con ellos descubriríamos que esa vida que a nosotros nos resulta humillante, para ellos es muy superior a la que tenían en sus lugares de origen.
Lo que hay que decirle a doña Rosa es que lo que molesta no es el inmigrante sino el inmigrante pobre. Un boliviano o un paraguayo multimillonario no fastidia a nadie. Los pobres molestan y cuando son muchos molestan mucho más. ¡Pero son extranjeros! insiste doña Rosa. El extranjero, mi buena mujer, es el pobre como tal. El rostro del pobre alarma, inquieta, y a veces con buenos motivos. Es que la pobreza nunca es buena. La pobreza humilla, enferma y mata. Sólo las leyendas populistas en sus variantes laicas y religiosas se han atrevido a armar un “relato” que pondera las bellezas morales de la pobreza.
Un Estado, un poder político, un dirigente que merezcan ese nombre, deben luchar contra la pobreza y rescatar a los pobres. Pero a los pobres no se los rescata con dádivas; mucho menos con la pedagogía del garrote. Se los rescata creando oportunidades laborales y, sobre todo, con educación, mejorando su austoestima y explicándoles que el Estado los puede ayudar, pero que nada se podrá hacer si ellos no deciden ayudarse.
Nadie descubre la pólvora cuando dice que en Villa Soldati se mezclan los reclamos justos con el abuso y el delito. En los barrios circula la droga, el rufianismo y las formas más abyectas de violencia, pero no hay que olvidar que la droga, el rufianismo y la violencia también circulan en Palermo y Belgrano, es decir en los elegantes barrios del norte de la ciudad.
Lo que ocurre es que en el mundo de la necesidad, en el corazón de “Los olvidados”, como diría Buñuel, estas abyecciones son más visibles y más desagradables. La tentación de salirse del sistema es muy fuerte para quien nunca estuvo o nunca se sintió dentro del sistema. Lo que ocurre en Villa Soldati es desagradable, pero también es aleccionador. Villa Soldati ampliado es lo que nos espera si no hacemos las cosas bien. Y hacer las cosas bien reclama lucidez, inteligencia, criterios políticos justos, virtudes opuestas a las que exhiben doña Rosa y el infalible taxista que consume los argumentos de Hadad.
Sólo en ese contexto, en el contexto de una estrategia humanista y solidaria, tiene lugar la represión. Ningún Estado puede renunciar a ella, pero ningún Estado que pretenda ese nombre puede creer que todo se resuelve con represión. No pretendo dar lecciones de sensibilidad y humanismo, pero recuerdo que, además, estamos frente a un drama social. En esas escenas salvajes, en esas imágenes feroces, late un drama, una tragedia. El sufrimiento, el dolor, la impotencia, son el pan cotidiano de la mayoría de esta gente. No perdamos de vista este dato: los pobres que sufren, en su gran mayoría son víctimas del Estado, de los punteros y de los rufianes. Las villas están muy lejos de ser un convento de Carmelitas Descalzas, pero tampoco son el infierno. A pesar de todo, a pesar de la miseria, la explotación y las necesidades, un alto porcentaje de la gente quiere vivir en paz, respetando y que los respeten.
Por último, un dato histórico para quienes se enojan tanto contra bolivianos y peruanos, olvidando que sus padres o sus abuelos también llegaron a estas tierras con una mano atrás y otra adelante y que también padecieron discriminaciones: la Declaración de la Independencia de 1816 se escribió en tres idiomas: español, quechua y aymará. Esos hombres y esas mujeres que arrastran su desdicha y su miseria por nuestras ciudades, pero también su voluntad de trabajo, históricamente no son tan ajenos a nosotros. Salvo que los congresales de Tucumán se hayan equivocado.
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