martes, 5 de agosto de 2014

CONSUMOS CULTURALES HOY EN LA ARGENTINA, programa Nº 100 del 23 de julio de 2014

Consumos Culturales La primera encuesta de consumos culturales revela las preferencias de los argentinosEn las casas de los argentinos hay un promedio de 82 libros y 76 CDs musicales; además en el país se consumen más de dos horas diarias de radio y televisión, se visita mayoritariamente Facebook y se valora positivamente el cine nacional. Todo esto surge de la Encuesta Nacional de Consumos Culturales y Entorno Digital. El relevamiento puso en evidencia lo masivo del consumo de televisión, radio y música (los argentinos le dedican más de dos horas diarias promedio), el gasto de los hogares en cultura (compra de DVD hasta el pago de TV por cable) y la notable cantidad de usuarios de computadoras que se registran en el país (71%), lo que refleja lo altamente digitalizada que se perfila nuestra sociedad. Desde el año 2005 no había una radiografía cultural como ésta, consignó a Télam Natalia Calcagno, coordinadora del SInCA, "era un deuda de la Secretaría y la cumplimos; este tipo de estadísticas sirven para múltiples usos, principalmente para pensar políticas públicas porque no podemos resolver si no sabemos por qué o dónde falta". Lo más valioso de esta foto es que incorpora por primera vez, para cada consumo cultural, el de carácter el digital y en este sentido Calcagno destacó que "eso nos permite ver el cambio al acceso cultural y va a definir el futuro de la industria cultural en la Argentina; si no conocemos de qué trata el consumo digital es imposible pensar nuevas leyes, líneas de fomento, etcétera". La encuesta reveló también que escuchar música es una práctica universal (2 horas y media promedio), sólo el 1% de la población no desarrolló nunca esa costumbre; la radio sigue vigente con un 86% de oyentes y 1 de cada 3 argentinos va a recitales en vivo, sobre todo de artistas nacionales (26%) y sólo un 7% concurre a espectáculos internacionales. Lo más valioso de esta foto es que incorpora por primera vez, para cada consumo cultural, el de carácter el digital El 98% de la población mira televisión habitualmente (un promedio de casi 3 horas diarias), sobre todo noticieros (73%), seguido por películas y series; además ver cine y video en la casa es una actividad muy extendida, a través de los canales de TV y en menor medida en DVD, mientras que su consumo en versión digital todavía no parece ser muy popular. También demostró las altas tasas de lectura: hay muchos lectores (85%) y se lee bastante en varios formatos; un 73% lee diarios y un 56% al menos un libro al año (el valor pico de América Latina), mientras que la lectura digital es un fenómeno llamativo en los medios de comunicación aunque no así en los libros, puesto que sólo un 8% dijo haber leído uno en formato digital. De esa población que leyó alguna vez un libro, un 37% lo hace semanalmente, más de un 10% lo hace mensualmente y los géneros mas leídos son los cuentos, las novelas y las biografías, con la Historia como temática principal. En materia audiovisual se registró que los argentinos valoran muy positivamente el cine nacional, casi tanto como el extranjero (es el más visto y mejor valuado) y que el 40% de los argentinos fue alguna sala de cine durante el último año, en tanto el 33% lo hace con una frecuencia menor y un 27% nunca concurrió. Facebook -seguida por YouTube- es la página más visitada por los argentinos, que colocaron a las redes sociales en el puesto número uno de los contenidos más consumidos en Internet, junto al hábito cotidiano del uso de correo electrónico así como la descarga o escuchar música en forma online. Otro dato sorprendente es que el 30% de los argentinos juega videojuegos, algo que -sin comparar con otros consumos- es llamativo ya que se trata de una actividad puramente lúdica; la mitad de los que juegan lo hacen durante una hora al día y, en promedio, se juega 1 hora y media. En la Argentina, la penetración de la cultura digital es muy alta y alcanza al 69% de la población, un número ligado directamente al uso de las computadoras, a la par que casi el 40% tiene un celular de tipo inteligente con conexión a Internet, otra importante vía de acceso a contenidos culturales. Además, la mitad de los argentinos compró en el último año un disco, un libro y una película para ver en su casa; la adquisición o alquiler de films es el rubro que más gente incluye pero a la vez es la categoría más económica (38 pesos al año), en tanto los libros -aún con menos compradores- recaudan montos mayores (178 pesos). Y en esta línea, el gasto total en cultura, cuando la encuesta fue realizada en 2013 significaba casi el 5% del salario mínimo vital y móvil, sin incluir Internet, cuyo acceso quedó demostrado en esta estadística es una importante puerta de entrada a contenidos audiovisuales, musicales y escritos, lo cual ubicaría a este servicio en la cuota más alta en materia cultural. Fuente: http://www.telam.com.ar/notas/201405/62041-la-primera-encuesta-de-consumos-culturales-revela-las-preferencias--de-los-argentinos.html La escuela frente a los jóvenes, los medios de comunicación y los consumos culturales en el siglo XXI Luis Alberto Quevedo* I. El cambio de época Si tuviéramos que señalar el fenómeno cultural más significativo de la segunda mitad del siglo xx, éste sería sin duda la revolución en las comunicaciones y su impacto tanto en el espacio social e institucional como en la vida privada de las personas. En este período se han producido profundas mutaciones en los procesos de personalización, en el mundo del trabajo, en las instituciones básicas que instituyó la modernidad; al tiempo que se establecieron nuevas claves culturales en relación al mundo de las imágenes, la proliferación de los no lugares y la aparición de una nueva estética, el “neobarroco”, signado por la búsqueda de formas caracterizadas por la inestabilidad y la mutabilidad de los objetos y los bienes culturales. Paralelamente se transformaron las estructuras del conocimiento y de apropiación simbólica del mundo que se forjaron en los últimos cuatro siglos. El desarrollo de las nuevas tecnologías electrónicas para la transmisión y almacenamiento de datos (o simplemente para ofrecer a la gente mayores opciones de esparcimiento, comunicación y aprendizaje) forman parte de los procesos más complejos y novedosos en nuestras sociedades. Los medios de comunicación se han constituido –y lo están haciendo cada vez más– en un ecosistema o ambiente donde se desenvuelve nuestra vida y donde se recrean y producen lenguajes, conocimientos, valores y orientaciones sociales. Por otra parte, los medios han logrado alterar las barreras tradicionales entre el tiempo libre/esparcimiento y el mundo del trabajo o del estudio y han modificado también nuestros patrones perceptivos y estéticos. Los cambios en los soportes de la escritura han producido, como siempre, efectos profundos en el campo de la cultura: los textos ya no son los mismos cuando se digitalizan y pueden inscribirse en un microchip o CD, tampoco son iguales nuestras nociones de espacio y tiempo, en tanto es posible ver desde nuestros hogares y “en simultáneo” lo que está sucediendo en el extremo más lejano del mundo. En este sentido, el cambio perceptivo no impacta solamente en la imaginería que acompaña al mundo sino que modifica el funcionamiento de las instituciones, la economía, el derecho y los vínculos interpersonales. En este nuevo mundo de las tecnologías de la comunicación, la escuela ha sido y es una de las instituciones que más sufrió el impacto de las transformaciones culturales que se viven como consecuencia de la expansión de los medios, primero, y de la digitalización, después. Sin embargo, y desde hace más de cincuenta años, la escuela es también la institución que más resistencias le opone a estas transformaciones de época. En efecto, la escuela moderna fue concebida dentro del universo que Marshall McLuhan bautizó como “la galaxia Gutemberg”, es decir, un mundo dominado por la lógica del libro (cuya base es la estructura de la linealidad y el orden secuencial) y que encontró en la escuela no solamente a su más sólido aliado sino también a la institución que garantizaba la transmisión y reproducción de los saberes consagrados en la cultura letrada. Las nuevas tecnologías de la información y la comunicación no han hecho otra cosa que erosionar las bases mismas en que se asienta la escuela del siglo XIX, pero no ha recibido de parte de ella una acogida entusiasta sino que más bien la escuela percibe a los medios como una amenaza. Sin embargo, el cambio que deberá aceptar y asumir resulta inevitable. La aceleración tecnológica modificó también de manera profunda y desigual el perfil de las sociedades de fin de siglo, la constitución del espacio público y los modos de vida de buena parte de sus integrantes, al tiempo que cambió los referentes culturales, especialmente en el caso de los jóvenes. Como lo señala Emilio Tenti Fanfani (2000): “Mientras que el programa escolar tiene todavía las huellas del momento fundacional (homogeneidad, sistematicidad, continuidad, * Sociólogo, Secretario Académico de FLACSO, Profesor de Sociología Política de la UBA. coherencia, orden y secuencia únicos, etc.) las nuevas generaciones son portadoras de culturas di-versas, fragmentadas, abiertas, flexibles, móviles, inestables, etc. La experiencia escolar se convierte a menudo en una frontera donde se encuentran y enfrentan diversos universos culturales”. Una encuesta reciente referida a los consumos culturales en nuestro país refleja que la Argentina (siguiendo un patrón bastante generalizado en la región) registra en el primer lugar de los consumos culturales la exposición a la televisión. El promedio de horas por día de consumo televisivo alcanza las tres horas y media y este comportamiento atraviesa de manera bastante homogénea a todos los grupos sociales. Si bien registra algunas variaciones cuando consideramos las variables duras como el sexo, el lugar de residencia o el nivel educativo (los universitarios consumen menos televisión que los otros segmentos) la edad es la variable más significativa: el segmento de 14 a 24 años registra el mayor consumo y lleva el promedio a casi cuatro horas de consumo por día. Por muchos motivos podemos afirmar que la televisión ha colonizado el tiempo libre de la gente y que los jóvenes son consumidores intensivos de tecnologías de comunicación: a la televisión debemos sumar los videos musicales, el cine, la radio, los videogames y –en los sectores sociales más altos– las tecnologías ligadas a la computación, como el email, internet, chat, juegos en red, etc. En los últimos tiempos los cibercafés o los locutorios ubicados en los distintos barrios de las grandes ciudades de la Argentina están provocando un consumo más transversal de las tecnologías, que se complementa con el fenómeno de los encuentros sociales entre los jóvenes en estos nuevos espacios públicos. Esta presencia de la tecnología en la vida cotidiana de los jóvenes se ha transformado en un problema central para los educadores pues constituye hoy –en especial si pensamos en la televisión– un agente de socialización tan importante como la escuela o la familia. Giovanni Bechelloni (1990) ha señalado con absoluta justeza el papel estratégico que juega la televisión desde hace varias décadas como agente de socialización (en el sentido más clásico que estableció la tradición sociológica) y como “educador” de los niños y jóvenes: “Se puede ser hijos de la televisión de dos maneras: o porque la primera socialización ha sentido fuertemente la influencia de la televisión o porque la televisión ha intervenido de modo arrollador y se ha introducido establemente en el horizonte cultural de una persona.” Frente a este panorama, ya en la década del 80 el desafío para el sistema escolar fue diagnosticado como la necesidad de emprender la “alfabetización audiovisual” de los docentes y desarrollar en los alumnos una capacidad crítica frente a los medios, esto es, la aptitud para apreciar y utilizar el lenguaje visual y posibilitar la recepción activa de sus mensajes. Esto no implicaba el aban-dono de los campos tradicionales del aprendizaje, sino la aceptación de que los jóvenes viven en un mundo cultural e informativo que se ha extendido. La escuela, que supo llevar la crítica del libro al aula, fue y es aliada de la imprenta pero retrocede frente a los medios, que producen significativos efectos cognitivos y formativos en su audiencia. En su excelente libro La tercera fase, Rafaelle Simone (2001) muestra de manera sutil e inteligente la profundidad del cambio en los modelos de inteligencia y las formas de adquirir conocimientos que caracterizan a nuestro tiempo: “Se trata de lo siguiente: a finales del siglo xx hemos pasado gradualmente de un estado en el que el conocimiento evolucionado se adquiría sobre todo a través del libro y la escritura (es decir, a través del ojo y la visión alfabética o si se prefiere, a través de la inteligencia secuencial) a un estado en el que éste se adquiere también –y para muchos principalmente– a través de la escucha (es decir, el oído) o la visión no-alfabética (que es una modalidad específica del ojo), es decir, a través de la inteligencia simultánea. Hemos pasado, así pues, de una modalidad de conocimiento en la cual prevalecía la linealidad a otra en la que prevalece la simultaneidad de los estímulos y de la elaboración.” Sin embargo, este desafío no fue asumido por la escuela de forma sistemática y la tarea sigue aún pendiente. Pero la incorporación de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (NTIC) continuó su marcha y hoy enfrentamos otro desafío: el de incorporar al espacio escolar los nuevos lenguajes digitales. La institución escolar debe enfrentar, entonces, los problemas que se derivan de la necesidad de articular dos lenguajes y dos modos de aprendizaje diferentes: por un lado, aquel que es propio de la tradición escolar y está basado en la lectura, el estudio y el avance de lo simple a lo complejo que supone un trabajo lineal y ordenado; por el otro, el lenguaje de los medios de comunicación y de la informática, que implica la adquisición de un “conocimiento en mosaico”, caracterizado por los montajes temporales y la fragmentación, por el hipertexto que implica un nuevo modo de leer, por la mezcla de información y ficción y por la superposición de géneros estéticos. En este sentido, el catalán Joan Ferrés (1998) en su libro dedicado a analizar los vínculos entre la televisión y la educación, señaló: “Mientras la cultura tradicional era limitada en conocimientos, pero organizada, coherente, estructurada, la cultura mosaico se caracteriza por el desorden, la dispersión, el caos aleatorio.” Así es la estructura narrativa de la televisión, pero también la de casi todos los medios de comunicación con los que se relacionan cotidianamente los jóvenes. 2. El regreso de la mirada Pero vayamos por partes. Desde el siglo XVIII y hasta mediados del siglo XIX, la gran cultura letrada de la época se vio amenazada por un fenómeno absolutamente nuevo: la lectura en masa de los sectores populares de un tipo de literatura por entregas, de “baja calidad”, escrita especialmente para el gran público y que se consumía sin mayor esfuerzo. Muchos investigadores han dado cuenta de este fenómeno, pero fue Roger Chartier (1995) el que mejor reseñó en sus trabajos los efectos que produjo en nuestra cultura moderna la multiplicación de los lectores durante la ilustración y las nuevas formas de la circulación y consumo de la literatura popular. Un par de siglos después, los defensores de la cultura del libro han revisado su horror decimonónico frente a un fenómeno mucho más “amenazante”, como es la televisión: al menos en aquella época la gente leía textos –muchos de ellos escritos por personajes ilustres de la literatura–, mientras que los jóvenes de hoy solamente quieren ver televisión, escuchar relatos audiovisuales y hablar entre ellos. Durante los siglos XVIII y XIX (dominados por la cultura letrada y con la preponderancia del periódico como medio de comunicación hegemónico) el debate se daba por la calidad de la literatura, en un territorio donde el libro era amo y señor de los formatos consagrados. Ya en el final del siglo xx, el enfrentamiento se estableció entre dos formas comunicativas absolutamente distintas: la cultura letrada y la cultura de la imagen, para llegar al siglo XXI donde se vive el desarrollo de la cultura digital y de la convergencia tecnológica de los lenguajes y formatos. A este cambio sustancial en las tecnologías y la cultura de época –y como lo señalamos más arriba–, es lo que Raffaele Simone denominó “tercera fase” de las estructuras del conocimiento, las ideas y la información. Sin embargo, los términos de la discusión a que hacemos referencia más arriba no son muy diferentes. Todo el problema consiste en saber si la cultura de masas de fines del siglo xx –en la cual la televisión es uno de sus elementos más representativos pero no el único– supone algún tipo de producción cultural (que las instituciones educativas puedan rescatar e incorporar en sus planes de estudio) o no. Más exactamente: si se trata de un tipo de producción cultural valorable por aquellas instituciones que encarnan el saber de una época o si todo se reduce a la alienación, el fin de nuestra capacidad crítica, la fuente de la violencia cotidiana o la pérdida de la libertad individual. Lo que está en juego en este momento es justamente la valoración de los productos de la videocultura y su relación con los que pertenecen al mundo del libro. Existe mucha literatura que ha colocado en las producciones de la cultura de masas y especialmente en los medios audiovisuales el origen de los problemas que caracterizan a nuestras sociedades en el fin de la modernidad. Desde los años 30 y 40 del siglo xx, y sobre todo a partir de los trabajos de los miembros de la Escuela de Frankfurt (Walter Benjamín, Theodor Adorno y Max Horkheimer, entre otros) se imprimió una mirada crítica sobre los medios y los productos de la cultura de masas que comenzaba a gestarse, que dejó una huella muy honda entre quienes investi-garon estos fenómenos en Europa y Estado Unidos. El trabajo de Dwight MacDonald (1979) sobre masscult y midcult es un ejemplo emblemático de esta mirada. Más contemporáneamente (y entre muchos otros) estas marcas las podemos encontrar en Giovanni Sartori (1997) que nos alerta sobre el deterioro de la política, Gianfranco Bettetini (2001) sobre la crisis de los valores, Pierre Bourdieu (1997) sobre la banalización del discurso y la censura que ejerce la televisión y los innumerables textos que acusan a los medios por el incremento de la violencia en nuestras sociedades. Esta mirada crítica que en muchos casos coloca a los medios como responsables de todos los males que aquejan a nuestras sociedades, ha hecho que la visión liberal de Karl Popper y la conservadora de Karol Wojtyla coincidan en la necesidad de poner un freno a la televisión. En el texto La televisión es mala maestra (1998), que reúne entre otros los artículos de estos dos importantes hombres de nuestra cultura, Popper no solamente nos advierte sobre el poder educativo de los medios y los riesgos que corre la libertad ante el avance incontrolado de la televisión, sino que propone la creación de un tribunal que controle a los licenciatarios de televisión y que regule la actividad bajo la amenaza de retirar las licencias de aquellos que no cumplan con las exigencias del tribunal. Allí dice: “Por esto, en un sistema televisivo que operase según mi propuesta, todos se sentirían bajo la constante supervisión de este organismo y deberían sentirse constantemente en la situación de quien, si comente un error (siempre con base en las reglas fijadas por la organización), puede perder la licencia. Esta supervisión constante es algo mucho más eficaz que la censura, porque la patente, en mi propuesta, debe ser concedida sólo después de un curso de adiestramiento, al término del cual habrá un examen”. Sin embargo, y pese a todos estos presagios y propuestas de control, los medios están cada vez más lejos de los controles estatales y avanzan no sólo ocupando el tiempo libre de las personas, sino que constituyen un verdadero ecosistema cultural donde se desenvuelve buena parte de nuestra vida. En este nuevo ambiente se construyen principios de socialización de las personas, se distribuyen conocimientos y se generan valores y orientaciones sociales. Incluso se alteran las distinciones y barreras clásicas entre el tiempo libre y el trabajo. Previamente a estas transformaciones, la escuela sabía que no constituía un sistema cerrado sobre sí mismo; pero ahora debe convivir con la idea de que su monopolio de la educación está puesto en cuestión por los medios de comunicación electrónicos. A fines del siglo XIX, la escuela pública argentina se caracterizaba por una dinámica y una capacidad de innovación que la sociedad no tenía. El maestro, la escuela y los métodos de enseñanza eran los símbolos más claros de la modernidad. Modernizar el país era expandir la escuela. Hoy la escuela en muchos casos se ha encerrado sobre sí misma. La sociedad se transforma más rápidamente que ella y, en muchos puntos, contra ella. Y este desencuentro no es solamente (ni principalmente] de contenidos, sino que involucra de manera integral a la institución escolar y a las nuevas instituciones de la cultura mediática y digital. Aguaded y Contín (2002) sostienen al respecto: “La escuela y los medios de información de masas son dos ámbitos privilegiados del discurso, pero ambos mantienen una diferencia fundamental: el primero, en una tendencia tradicional y casi universal trabaja con públicos “cautivos” sujetos casi exclusivamente a una pedagogía transmisora y reproductora que intenta perpetuar un sistema endogámico de supervivencia a través del logro de eventos circunstanciales que son denominados, genéricamente, títulos. Los medios, en cambio, distribuyen sus voces de manera abierta, cautivando al público, con un sistema en plena expansión que tiene todo a su favor, desde la tecnología novedosa a los intereses mercantiles de los grupos poderosos”. Pero, ¿cuál ha sido la reacción de la escuela frente a este fenómeno? Ante todo, lo que podemos constatar es una reserva por parte de los docentes, cuando no una oposición más marcada, a aceptar el giro cultural de esta época que se centra en la imagen y que nos obliga a reconocer en la televisión algún tipo de fenómeno cultural significativo para la formación de los jóvenes. Claro está, nos referimos a la televisión realmente existente, no a los segmentos que, de alguna manera, siguen los patrones audiovisuales aceptados por el sistema escolar, como el documental, el informativo o la televisión educativa. Probablemente esta reserva por parte de los docentes –aunque no de todos– tenga su origen en las dificultades que entraña la cultura de la imagen y en los problemas que hoy tenemos para detectar y definir con exactitud el modo de acción e influencia de la televisión en los niños. Todos los docentes saben que, en los tiempos que corren, la seducción que ejercen los medios audiovisuales es infinitamente mayor que la seducción que ejerce la cultura letrada; pero esta pérdida que ha sufrido la escuela en su capacidad para atrapar a los alumnos no se ha traducido en la búsqueda de nuevas estrategias pedagógicas sino más bien en una expulsión del objeto indeseado del aula: el aparato de televisión. Paralelamente, mientras los niños del siglo XIX descubrían el mundo a través de los relatos orales y los libros, los niños que nacen a fines del siglo xx se relacionan naturalmente con una realidad que está basada en la cultura electrónica. Las primeras noticias del mundo que recibe un niño de hoy vienen de la televisión, los videogames, los mails, las pantallas interactivas, los fax, los teléfonos inalámbricos y las computadoras. Ya no es necesario que Julio Verne los haga imaginar el fondo del mar, sino que les resulta más atractiva la idea de vivir esa experiencia a través de las imágenes computarizadas. Este giro cultural no es “un elemento más” de nuestra época, sino que es para los niños el ecosistema donde nacen, aprenden y se desarrollan: la cultura de las pantallas, los teclados, los joysticks, los mouse y la digitalización electrónica. Todas estas tecnologías compiten de manera desigual con el lápiz, el papel y los pizarrones. Pero volvamos a la televisión y a una pregunta central: ¿cuáles son las críticas que más frecuentemente se le hacen? En general podríamos señalar: su falta de profundidad y seriedad en los temas que trata; el exceso de violencia; la baja calidad de los textos y las historias características de la televisión: la comedia, el melodrama y el policial; la imposibilidad de salir de las reglas del espectáculo cuando se trata de programas de esparcimiento; el bajísimo nivel de lenguaje que utilizan los hombres de la televisión y el poco esfuerzo que supone el consumo y decodificación de imágenes. Frente a esto, la acción educativa de la escuela se presentó siempre como un esfuerzo colectivo de largo plazo, con un escalonamiento en la adquisición de saberes y con la planificación que implica todo proceso de aprendizaje; la necesidad de la lectura como centro del conocimiento; la importancia de profundizar en la historia y la herencia cultural de una nación y, finalmente, la asociación que existe entre educación y ciudadanía, perfeccionamiento moral y buenas costumbres sociales. Por el contrario, la televisión es acusada de superficial, inmediata y de fácil consumo, banal, menospreciadora de los valores morales y, en el límite, capaz de poner en juego los valores esenciales de la comunidad. Colocados del lado del sistema escolar, podríamos decir que una hipótesis de esta época se formularía así: la disminución de las habilidades de la lectoescritura en los chicos es directamente proporcional al número de horas que miran televisión. Y es probable que alguna verdad encierre este enunciado. Pero una hipótesis contraria también es válida: el retraso en el aprendizaje en los niños de las reglas de producción y decodificación de imágenes es directamente proporcional al tiempo que tarde la escuela en hacerse cargo de los nuevos lenguajes audiovisuales. La cultura electrónica de este fin de siglo se aleja cada vez más de las condiciones en las cuales nació y se desarrolló la cultura del libro. De allí que el diálogo y el acercamiento entre estos dos universos sea absolutamente necesario. A nuestro entender, este diálogo debe comenzar por un reconocimiento por parte de la escuela de que el mundo de las videoculturas, ligado absolutamente a la dinámica de la industria capitalista de fin de siglo, continuará su marcha con o sin el visto bueno de las instituciones educativas y que los jóvenes seguirán sometidos a las pautas de la cultura de la imagen mientras no cambie el paradigma dominante del conocimiento actual. Estas pautas, por otra parte, nos obligan a un tipo de entrenamiento y aprendizaje totalmente diferente que aquél que rige a la cultura letrada. Debemos reconocer, por ejemplo, que somos analfabetos audiovisuales, antes de colocarnos en el rol de pedagogos de las imágenes; y a esto agregar nuestra dificultad para ingresar al mundo digital y a que, cuando lo hacemos, nuestra velocidad de aprendizaje es menor a la de los jóvenes y niños. Por otro lado, este acercamiento necesita la puesta en práctica de ciertos principios de innovación que, por parte del sistema escolar, deben partir por reconocer que la televisión no es solamente un eficaz auxiliar pedagógico para la tarea escolar, sino que conlleva ciertos lenguajes y formas culturales propios, que son el centro de la socialización de los niños del nuevo siglo. Por lo tanto, debe transformarse en el centro de atención de la escuela, a fin de dar cuenta de sus características, de sus posibilidades y también de sus trampas. Este sería un primer paso a fin de abandonar esa posición que coloca a la televisión en un lugar bastante bajo de la escala de los valores culturales. Lo que realmente constituye un desafío para las condiciones actuales del conocimiento son las producciones televisivas, que transmiten modelos de familia, de sexualidad, de ciudadanía política, de amistad o de ideologías morales y no las que tienen como eje el pensamiento dominado por el libro. Un programa documental o de debate de ideas en televisión suele estructurarse con una lógica de funcionamiento que puede ser aceptada por el sistema escolar. El problema para el trabajo docente es competir con las propuestas realmente masivas que están destinadas a los niños, jóvenes o adultos y cuyos contenidos (dominados por la lógica comercial) se encuentran en las antípodas de los fines escolares. El problema que debemos encarar es la empatía que producen entre los niños y jóvenes los programas como Chiquititas o Rebelde Way y no tanto La aventura del hombre o El legado kids. Pero una de las sorpresas más grandes que tiene la escuela no es que los chicos se relacionan de forma positiva y entusiasta frente a los medios sino que los medios están entregando productos que impactan de manera positiva en la gente y le devuelve una imagen del mundo con la que hoy las sociedades articulan el sentido social, y que entonces produce efectos cognitivos muy importantes en sus audiencias. El abandono de esta posición defensiva de la escuela frente a la televisión nos permitirá una segunda operación: reconocer que la televisión no solamente conlleva algún tipo de conocimiento, sino que también pone en juego valores estéticos propios y que ha sabido crear y recrear los géneros clásicos consagrados por la cultura letrada. Entonces una pedagogía de la imagen debe hacer el esfuerzo por centrar la atención en todos estos fenómenos y formar jóvenes con espíritu crítico –y no de exclusión– frente a los medios electrónicos. Esto supone que el rol de la escuela y de la acción educativa en general no es solamente la de “desmitificar” los mecanismos de la seducción televisiva (¿acaso alguna vez se acompañó la enseñanza de la lectoescritura con una desmitificación del libro?) sino de introducirnos en la comprensión de sus reglas. Finalmente, la escuela deberá aceptar que los principios de la linealidad, de la progresión en la adquisición de conocimientos y de la planificación educativa por etapas no son los únicos caminos a seguir, y que el mundo de las videoculturas nos coloca frente a otras formas de aprendizaje, donde el mundo aparece como algo más caótico, desprogramado y de aprehensión holística, que nada tienen que ver con las formas educativas que caracterizaron a la cultura del libro. Las destrezas del aprendizaje que supone la producción y decodificación de las imágenes son necesariamente de otro mundo y, para esto, debemos aprender de la televisión, más que enseñar a verla. Pero también debemos saber que al ingresar al espacio televisivo se nos presentarán problemas nuevos ya que el consumo de este medio está ligado no sólo a la recepción de “conteni-dos” (mensajes, en el sentido más clásico) sino que se liga a las formas del goce contemporáneo, a la producción y experimentación con imágenes y a las experiencias estéticas basadas en la velocidad y en la fragmentación. Además, la televisión es en algún sentido la cumbre de la mediatización y, por lo tanto, de una de una sociedad hiperrepresentada, porque está en un lugar central del poder contemporáneo y de las estrategias políticas de poder. En este sentido, podemos decir que la televisión desvirtúa toda autenticidad y tiene más bien su eje en el artificio, y coloca al goce en el centro de la escena desarrollando, con gran eficacia, sus estrategias de seducción. La televisión seduce sin fundarse ni demostrarse; es decir, no está bajo las reglas de la razón, ni de la verdad, sino que tiene su propio régimen de verdad: como todo poder moderno –en el sentido de la modernidad– constituye sus propias reglas de legitimidad. Al respecto, podemos definir algunos ejes para comprender a la televisión y su relación con los diferentes públicos: • Debemos colocar a la televisión en discontinuidad con las otras formas del espectáculo y de la representación que se conformaron en la modernidad. La televisión tiene una lógica de funcionamiento social y establece vínculos con sus públicos que le son propios. • La televisión se ha revelado como un agente de socialización (en el sentido sociológico del término) que compite con la familia y la escuela. • Debemos renunciar a una idea técnica de las tecnologías (y en particular de la televisión) y no confundir un aparato con un lenguaje. La televisión es un lenguaje en el sentido más clásico del término y es capaz de producir sentido y conformar un ecosistema cultural (y global) que no deviene de ningún otro medio de comunicación. En general, en nuestro sistema educativo la tecnología se entiende como la enseñanza de algo más de ciencias aplicadas, algunas técnicas, un trabajo manual sofisticado o la simple incorporación de equipamiento (tal como ingresó la computadora para la que se inventó un “gabinete de computación”). • En este sentido, tener “competencia televisiva” deviene de una experiencia y un tipo de conocimiento que es exclusivo de este medio. La competencia televisiva no proviene de la relación con la radio, ni con el cine, ni con el teatro, y por eso debemos analizar el modo en que la televisión ha revolucionado todos los géneros tradicionales de los otros medios de comunicación y ha creado otros nuevos. • Como lo ha señalado Giovanni Bechelloni (1990), la televisión constituye un lenguaje materno-natural incorporado a nuestras sociedades: los niños nacen con la televisión encendida en el hogar, en el espacio público, en las instituciones que transitan y en todos los ámbitos de su vida cotidiana. En este sentido tiene una gramática y una sintaxis propia que debemos desentrañar. • La televisión es un lugar (nuevo) donde se naturaliza la sociedad. En este sentido, debemos analizar también el “efecto de ideología” que produce este medio. • El consumo de la televisión la redefine como objeto. Esto quiere decir que debemos entender el modo social de apropiación de la televisión y el modo en el que los diferentes públicos la usan. Mientras que el cine o el teatro interrumpen una situación cotidiana, son discontinuos ante los acontecimientos (justamente, porque se presentan como extraordinarios) y además tienen poderosos dispositivos de consumo (la butaca), la televisión se presenta como un objeto que se redefine en los mecanismos de apropiación. Éstos son algunos de los elementos que debemos incorporar en el momento de analizar el lugar de la televisión en la sociedad contemporánea y, en particular, para comprender el vínculo que este medio tiene con los jóvenes. La pregunta que surge es si los cambios culturales que ha provocado la televisión van en el mismo sentido en que avanza la escuela o no. Nuestra hipótesis consiste justamente en afirmar que el corpus de prácticas culturales en el que se desarrolla la socialización de la mayoría de los niños y los jóvenes está vinculado a las in-dustrias culturales y en particular a los medios masivos de la comunicación, y que todas estas prácticas son, en un sentido u otro, cuestionadoras del espacio escolar. Dichas prácticas se asientan en principios que se forjaron fuera del ámbito escolar y que se asientan en la aceleración (como las ha descripto Paul Virilio en varios de sus trabajos), las lógicas complejas, la descentralización, los fenómenos de descorporización (pérdida de los referentes espaciales constituidos en la modernidad) y los mecanismos sociales de seducción. Todos estos principios moldean las prácticas sociales de este fin de siglo y no solamente no son aliados del sistema educativo sino que lo interpelan e interrogan. Un buen ejemplo de esto lo constituye el mundo digital que está produciendo una convergencia de formatos y lenguajes que va modificando todos los productos culturales que conocíamos hasta el presente. Por ejemplo la informática que, como decíamos más arriba, implica la adquisición de un “conocimiento en mosaico” caracterizado por los montajes temporales y la fragmentación, y sobre todo por la aparición del hipertexto que mezcla formatos, lenguajes originados en distintos ámbitos (textos, gráficos, imágenes animadas, fotografías, etc.), y que combina la información con la ficción, superponiendo distintos géneros estéticos. Este desencuentro de formatos y de maneras de relacionarse con los productos culturales que se producen y circulan en el mundo digital se profundiza en el modo en que los jóvenes (y la sociedad en general) se relaciona con Internet. Desde la navegación errática que nos propone la Web, hasta el uso del email o de los sitios de chat, podemos constatar que el modo en que los jóvenes incorporan las nuevas tecnologías se encuentra en total discontinuidad con las prácticas de aprendizaje que le propone la escuela. “La web y la escuela son dos dominios que no intersectan –dice Alejandro Piscitelli (1998)– y el trabajo que habrá que hacer para que estos dos motores de la producción/ distribución de conocimiento se animen a interactuar creativamente es tan gigantesco que cabe dudar si llegaremos a tiempo para reconciliarlos.” En este territorio, el pasaje del texto al hipertexto al que hacíamos referencia más arriba es uno de los fenómenos más importantes que vive la cultura de nuestro tiempo y se ha producido en el seno del mundo digital. Los medios masivos, que son muy sensibles a estos fenómenos los han adoptado de manera inmediata. Aun los medios gráficos tradicionales (como los periódicos) han incorporado las infografías como una forma nueva de organización de la información que se origina justamente por el impacto que producen los medios audiovisuales en la industria gráfica. Como consecuencia de todo lo expuesto, consideramos que el dialogo entre las NTIC (y en particular la televisión) y la escuela debe comenzar por lo siguiente: 1. Un reconocimiento por parte de la escuela de que el mundo de las videoculturas, ligado absolutamente a la dinámica de la industria capitalista de la era posindustrial, continuará su marcha con o sin el visto bueno de las instituciones educativas y que los jóvenes seguirán sometidos a las pautas de la cultura de la imagen mientras no cambie el paradigma dominante del conocimiento actual. 2. Admitir que entre la cultura letrada y la cultura audiovisual hay discontinuidad y que, por lo tanto, debemos reconocer la especificidad de cada una. 3. Aceptar que estas pautas nos obligan a un tipo de entrenamiento y aprendizaje totalmente diferente que el que rige a la cultura letrada. Hasta el presente la mayoría de los productos culturales están formateados bajo los principios de la galaxia Gutemberg, pero esto está cambiando velozmente. 4. Poner en práctica ciertos principios de innovación que, por parte, del sistema escolar, deben partir por reconocer que las NTIC no solamente no funcionarán como un “auxiliar pedagógico” para la tarea escolar sino que modificarán sensiblemente su estructura cognitiva, los soportes con los que habrá de trabajar y la misma arquitectura escolar (en el sentido de “dispositivo”) tal como fue concebida en el siglo XIX. Éste sería un primer paso a fin de abandonar la posición que coloca a la televisión en un lugar bastante bajo de la escala de los valores culturales. La televisión compite con los fines y los contenidos escolares pero redefiniéndolos. Al contrario de la escuela, la televisión sí se hace cargo del tema educativo, a través de lo que se llama “eduversión”, esto es, inscribiendo los contenidos “educativos” y formadores en el centro mismo de la industria del entretenimiento. Éste es uno de los fenómenos más sorprendentes que están ocurriendo hoy en el complejo universo de las tecnologías digitales de la información y la comunicación y sobre todo en la televisión. Este concepto, que en inglés lo conocemos como edutainment, define el encuentro entre dos mundos que parecían irreconciliables: el mundo de la escuela (ligado a los fines educativos) y el de la televisión, que en nuestro país y en la mayoría del planeta está ligada a fines puramente comerciales y empresariales. Sin embargo, muchos de los programas que ofrece hoy el espectro televisivo han tomado temas típicamente educativos para presentarlos bajo formatos del entretenimiento. En el caso del canal Discovery Kids, por ejemplo, esto que acabamos de definir como un concepto se ha vuelto el centro de su política cultural. Casi toda su programación está pensada con criterios de formación para los chicos: desde la tradicional Plaza Sésamo hasta programas como Artemanía, donde se enseña (en el sentido clásico del término) a trabajar artesanalmente con distintos materiales y a conocer a los maestros de la pintura universal. Aun los documentales, un género muy transitado por la televisión educativa clásica, tienen un tratamiento totalmente nuevo: los narradores son niños y sus temáticas y contenidos se presentan bajo el formato de aventuras e interacción con los animales. Otro tanto ocurre con Nickelodeon, donde se verifica esta nueva tendencia en los canales para chicos que se apoyan en historias que pretenden crear conciencia sobre temas como la discriminación y la ecología. En realidad todos estos canales de última generación incursionan en temáticas y géneros impensados. Incluso el Cartoon Network, un canal de dibujos animados, incorporó a su programación micros educativos sobre arte y lenguas. El concepto de eduversión fue tratado por Jacques Attalí (1999), que lo definió como “la diversión con fines educativos en forma de juegos interactivos y de universos virtuales”. Pero esto recién empieza y tal vez estemos en las puertas de un nuevo concepto de televisión, que contribuya más a la formación de los niños, aunque no renuncie a sus fines comerciales. Para la escuela, un primer principio de innovación podría ser la puesta en consideración de la televisión en tanto objeto de estudio y no sólo como medio de enseñanza o auxiliar pedagógico. El rol de una formación para los maestros y de una acción educativa para los niños sería el de volver a centrar la atención sobre la comunicación televisiva en sí misma, sus características, sus posibilidades, incluso sus trampas, compararla con otros modos de comunicación para develar su especificidad. Sería uno de los modos de salir de los debates de opinión que ubican a la televisión en un lugar bastante bajo en la escala de valores culturales. Un segundo principio podría ser el de dar a esta innovación un carácter realmente formador y no meramente defensivo. Numerosos especialistas subrayan la necesidad de armar a los niños con un espíritu crítico frente al peligro que significa para ellos la televisión. Sin embargo, los niños y los jóvenes (como la sociedad en general) no se enfrentan a las NTIC como un peligro ni se ven a ellos mismos como víctimas de estrategias fatales. Tanto en el consumo de televisión como en los videogames, los chats, el uso de internet y del email, hay goce, esparcimiento, nuevas relaciones sociales y una manera especial de establecer un vínculo (complejo y cambiante) con los objetos de la cultura contemporánea. Un trámite más positivo y dinámico consistiría, en cambio, en despertar el espíritu crítico de los niños no sólo a partir de una suerte de censura de las emisiones sino de un interés hacia las imágenes y la comunicación. Si se trata de formar individuos conscientes y creativos, sería útil suscitar y desarrollar su curiosidad hacia todas las formas de expresión originales (analizar qué es un debate, un reportaje, una dramatización, un juego televisivo). No es imposible imaginar una formación que contribuya a sentar las bases de una estética de la televisión. Implícitamente, a través de sus mensajes, la televisión tiende también a convertirse en la “memoria”: la televisión se crea ella misma un lugar esencial en el patrimonio, como un museo de la vida cada día renovado. Un último principio podría enunciarse así: admitir que la comunicación televisiva nos pone en presencia de nuevas formas de aculturación que modifican las situaciones escolares. Parecería que, en su gran mayoría, los maestros no ven a la televisión como un hecho susceptible de modificar las situaciones escolares. Esto podría explicarse por el hecho de que la utilización actual de los mensajes televisivos se hace en beneficio de un discurso, que es el de la escuela, y el sentido de la comunicación que ella instaura. Para concluir, podríamos decir que acompañar a los niños y a los jóvenes en estos nuevos vínculos con las NTIC, los transformaría no solamente en receptores activos frente a los medios sino en productores y recreadores de los sentidos que allí transitan. Las nuevas tecnologías despiertan en los jóvenes un interés no solamente en el terreno del consumo sino en sus potencialidades productivas y este sentido está siempre un paso delante de la escuela. Por eso, la escuela debería reencontrarse con su rol innovador en materia cultural integrando en su seno a las NTIC en la lógica y en los formatos realmente existentes para luego reutilizarlos, cambiarlos, recrearlos y volverse productora de nuevos fines y contenidos. Bibliografía Aguaded, I. y Contín, S. (comp.) (2002), Jóvenes, aulas y medios de comunicación, La crujía, Buenos Aires. Attali, Jacques (1999), Diccionario del siglo XXI, Paidós, Barcelona. Bechelloni, Giovanni (1990), “Televisión espectáculo / Televisión Narración”, en: AA. VV. Videoculturas de fin de siglo, Cátedra. Madrid. Bettetini, Gianfranco (1990), “Por un establecimiento semio-pragmático del concepto de “simulación”, en: AA. VV., Videoculturas de fin de siglo, Cátedra. Madrid. Bettetini, G. y Fumagalli, A. 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